lunes, 1 de noviembre de 2021

Bayeta

 Para ti, mi serendipia vital


Hay en sus dedos una poesía que no me alcanza, que no me toca, y en su mirada una solicitud genuina de ternura, un continuo y profundo reclamo de cariño. La miro, ahí recostada en la cama y envuelta por una sábana que transparenta su cuerpo desnudo, y ella me mira a mí, y me toca con su mano la mía y me sonríe. Y a mí me duele, me asqueo de mi cinismo, porque aunque quisiera siento que no puedo responder a su encanto, que no puedo sentir la vida como ella la siente, que no puedo sentirla a ella como ella a mí, que su poesía se me niega. Cuando vamos a besarnos y pone sus manos sobre mi mejilla en la antesala del encuentro, puedo sentir cómo esa poesía emana de ella de manera intensa, y sin embargo para mí esa poesía no deja de ser nunca inasible, es siempre sólo un simulacro en el que en las orillas de mis sentidos queda incoada su percepción: siempre la fragancia, nunca el perfume. Ella apoya sus manos con suavidad, pero presiona mi piel con suficiente fuerza para que yo pueda torturarme con la certeza de que en ella habita una magia que me es vedada, la siento vibrar en sus yemas al tocarme, latiendo, viva, y escucho su llamado, ese rumor lejano que es testimonio de su existencia, un canto casi seductor, casi cruel, casi inaguantable. No es por falta de voluntad que entre ella y yo permanece ese velo, ha sido todo lo contrario. Al comienzo, sí, debo admitirlo, la miraba con reservas, no me convencía de mi gusto por ella y sentía que ella veía en mí un hombre que no existía y que todos sus actos se dejaban guiar por una fantasía, por un remedo idealizado de quien yo realmente era. Pero muy prontamente su encanto y alegría me fueron envolviendo como el viento al mar, y en el tórrido frenesí de atracción en el que tan cómodamente nos hamacábamos fuimos capaces de fabricar para los dos un entendimiento que nos sirviera de puntal hacia adelante. Y a medida que nos permitíamos la desnudez y la espontánea eclosión de nuestras verdades abisales, pude darme cuenta de que, no sólo su alma nadaba en aguas de una pureza distinta a la mía, sino que además lo hacía con una pericia y gracia inimitables. Fue la primera vez que advertí con tal claridad que entre los dos había un espeso seto que nos negaría el amor, un tapial que me dejaría a mí de un lado y a ella de otro, yo sentado en el pie de una duna inconquistable y ella del otro lado recostada sobre una pradera bañada por aguas diáfanas. Qué mayor suplicio para un hombre que estar condenado a vivir en un desierto sabiendo que del oasis sólo lo separa un muro, tener que morir de sed mientras se escucha del otro lado el rápido discurrir de un riachuelo límpido, saber que ella me ama y busca la reciprocidad en mí y que no puedo dársela, no por falta de sed, no porque no anhele el agua en mi boca, sino porque no sé cómo escalar el muro.

No la amo. No puedo amarla, aunque lo deseo, profundamente lo deseo. Aunque de pronto, sólo de pronto la amo. A veces me río de ella, a veces con ella, y en ninguno de los dos caso me siento a gusto. Cuando ocurre lo primero me siento mal, miserable, cretino; cuando ocurre lo segundo me siento falso, oportunista, descarado. Pero su risa es tan bonita. Es una risa impúdica, absolutamente espontánea, libre de temores, limpia de afectaciones y falsedades. Quiero escalar el muro, beber de la fuente impoluta de su poesía, bañarme en ella, dejarme llevar por su corriente hasta su desembocadura. Quiero amarla. Quiero romper el muro, abrir un boquete por el cual pueda escabullirme, cavar un túnel que atraviese esta duna interminable, saciar mi sed e ir más allá de mi condena, embriagarme en la dulzura de su ternura sin preocuparme por la resaca de poder perderla, sin pensar en que tal vez al otro día me haga falta su poesía para respirar, que sin su cariño y su mirada hechizada pueda que no tenga ya ganas de mover un pie por delante del otro y caminar, ya sé que lo he intentado antes, que desde la primera vez que noté que, el garbo en sus gestos, la pulcritud de la belleza de su rostro, sus palabras y su voz, su sentido del humor anacrónico y en desuso, su manera de seducir, de querer, de admirar, de amar, estaban todos embadurnados por una poesía inmarcesible, como si se tratase de una brea untuosa y penetrante, supe que quería amarla. Y tal vez la amo, pero temo fallarle, herirla, empujarla por un precipicio en cuyo final ella me encontrará a mí ya muerto, porque habré caído más fuerte y rápido que ella por la culpa de hacerle daño, mísero yo, patético yo. Porque aún sin amarla, la caída para mí será el fin, mientras que para ella será un accidente que le fracturará hasta las orejas, pero de la que sé que podrá reponerse: las ventajas de ser un poema que está escrito por una fuerza fuera del tiempo, la misma que repuja los abismos y los taludes de los océanos y edifica con montañas cadenas que parecen pinceladas desde el espacio. Si pudiera amarla, antes de quedarme dormido, si pudiera amarla así dormida, arrebujada por las sábanas y arropada por mis piernas y mis brazos, si su poesía me alcanzase al menos en los sueños...

Se levantó muy temprano esta mañana y ha estado seria conmigo. Puede ser porque al despertar tenía mucha energía, me daba besos, me arrojaba miradas envueltas en amor, muy emocionada saltaba sobre sus rodillas en la cama, me movía ávidamente para que yo pudiera despertarme y sentir la vida como ella. Se dio cuenta, lo supo. Pudo ver que yo ya estaba despierto pero no sentía emoción, que no podía estar a la altura de su alegría por verme, que simplemente su poesía no me alcanzaba. Se molestó, se paró y se fue a bañar. Al rato salió, mientras yo aún permanecía en la cama e hizo desayuno sólo para ella. Yo fui a servirme algo de café y quise darle un beso en la mejilla como una señal de tregua, pero ella no dejó engañarse y me eludió. No me ha hablado en toda la mañana y siento como si su poesía se hubiese apagado, no puedo intuir su presencia, ya no, es como si ella se hubiese ido y me hubiera dejado sólo su cuerpo, ya ni siquiera la fragancia, solo el frasco del perfume.

Después de desayunar y bañarme, me siento en el sofá de la sala a leer un buen rato y ella se queda en el cuarto en silencio. Siento su distancia, su ausencia, como nunca me siento debajo de una pesada y prosaica sustancia que me asfixia. Todo a mi alrededor es prosaico, prieto, soso, mustio. Me sobrecoge una ansiedad intolerable, no puedo concentrarme en el libro porque su prosa se me presenta como una letanía estancada, un miasma asqueroso que hiede en toda la sala y la oscurece con su bruma tóxica. De un momento a otro, ella aparece por el corredor, aún sin mirarme, y entra en la cocina. Su indiferencia espesa la bruma, la densifica y cristaliza. Es insoportable, las horas son insufribles cuando son de este color amargo y pesado.

Luego de ir a la cocina por algo de agua, amaga con ir hacia el cuarto, se detiene y da atrás sus pasos, se adentra en la sala y se sienta en la banqueta, estira el cuello hacia ambos lados, extiende los brazos, pone las palmas hacia abajo, abre las manos y deja que lentamente la melodía la capture sobre el piano, toca con una cadencia sin falla, con una pericia que se permite errores con el único propósito de dejar que con las notas brote el sentimiento, sabiendo que en la imperfección está la humanidad, y en la humanidad la pasión, y que no hay pasión en las quintaescencias y arquetipos y manuales, y sí en el error, en la improvisación, en el destiempo, y mientras la melodía la convierte a ella en pianista, el aire de la sala condensa el efluvio cálido de poesía que produce su interpretación del Solfeggio en Do menor, pero yo no veo su rostro, sólo el movimiento agitado de sus brazos, su pelo largo, negro, lacio, meciéndose sobre su espalda erguida y desnuda, logro desde mi asiento distinguir el lunar a la derecha de su columna y los otros dos que iluminan con su tenue opacidad la cara exterior de su nalga izquierda, y entonces se calienta tanto la habitación con la aceleración de la pieza en el clímax que empieza a llover toda su poesía en la habitación, la sala se transforma de golpe en una fiesta donde toda la poesía que hay en sus dedos cae del techo como hileras de agua mansa, es un diluvio lírico bajo el cual avanzan las últimas notas lentas de Bach como los pasos cansinos de un elefante, y al ralentí ella desliza su último dedo fuera del piano, girando levemente sobre su cola, lo suficiente como para mirarme por encima del hombro, con sus cejas felinas, sonriéndome, seduciéndome al tiempo que reclama mi cariño, me solicita, me necesita a su lado, yo me acerco y tomo sus piernas, las abro, la toco en el centro de su ser, húmedo de poesía como la sala entera, la recuesto plenamente contra la banqueta, beso su boca, y la miro de cerca, tanto que la punta de nuestras narices se tocan, la beso de nuevo con lentitud, la agarro fuertemente por la cintura y la levanto para ponerla sobre mis piernas, y a esta altura estamos ya ambos emparamados por el aguacero poético que inunda la sala, cae tanta lluvia que casi no podemos vernos y aun así nos sonreímos, yo especialmente porque ahora mi cuerpo entero está tocado enteramente por la poesía que vive en ella y que se ha condesado sobre nosotros, me pongo sobre ella para que mi espalda nos sirva de resguardo y nuestras miradas puedan encontrarse a pesar de la lluvia, pero mi rostro está tan emparamado que no paro de gotear, así que tomo la bayeta que ella suele mantener encima del piano para limpiarlo, seco mi frente y mis pómulos, le sonrío de nuevo, esta vez con tanta alegría que mis ojos se solidarizan con mis labios, me quito el pantalón, aprieto con mis manos sus caderas y la beso allí donde la poesía no la alcanza.

martes, 1 de junio de 2021

Sutilezas

 El gato corre y salta solo cuando le tiran una buena bola a las patas. El problema es que solo él toma la decisión de lo que es o no una buena bola en las patas. Eso hace que el juego sea muy aburrido a ratos. 


No tan aburrido como el juego de la mota en el aire, decía Valentina. Pero para esa niña todo es aburrido, menos hablar de niños. El Niño que le gusta en cambio ama el juego de la mota. Ella no lo sabe, porque si lo supiera seguro que no le diría a Pedro que es aburrido por jugar con la mota. Pedro no le pone mucho cuidado de todos modos, él solo agarra la mota y se va al cuarto de al lado a jugar, frustrado por tener que compartir con su prima después del colegio. 


El colegio sí que es aburrido, piensa Pedro y no entiende cómo es que a Valentina le gusta ir. Claro, él no sabe que a ella le gusta un niño y que si no va al colegio no puede ir a clases con él y verlo jugar fútbol en los descansos. No tiene muchas amigas porque prefiere verlo jugar fútbol con sus amigos, se sube por el respaldo del pequeño montículo que sirve de gradería y apoyando ambos codos sobre la cima, con el mentón puesto en sus palmas, se queda viéndolo y pensando que juega mejor que Cristiano Ronaldo, aunque no sabe quién demonios es Cristiano Ronaldo.


Pedro sí que lo sabe, pero prefiere a Messi. Y él sí encuentra el colegio aburrido salvo por el descanso, porque a él no le gusta ninguna niña. Al menos este año no, el anterior estaba enamorado de una niña de trenzas y pecas que le decía negrito. Le decía cosas como  no me mires así negrito, no quiero hacer toda la fila, me compras unas galletas negrito, esta vez no te puedes sentar con nosotras negrito, de pronto mañana sí, si eres un buen negrito. Pero la cambiaron de colegio y para Pedro el colegio perdió gracia. A diferencia del juego de la mota, que sigue siendo divertido y sin duda lo mejor que le ha pasado desde la última vez que le dijeron negrito.


Valentina consiente al gato y ve un canal televisivo y piensa que si aprende a cocinar, podría cocinarle algo al niño que le gusta y así él le preguntaría que si le puede dar un besito. Ha escuchado a la abuela decirle a mamá que los hombres se conquistan por el estómago. El gato se aterra de pensar que Valentina quiera aprender a cocinar y se baja de su regazo y sale del cuarto. 


En el otro cuarto Pedro juega a la mota en el aire, pero cuando ve entrar al gato se detiene y va a agarrarlo a él. Lo alza con mucha brusquedad y el gato maúlla ahogadamente ante el susto. Pedro imagina que está escuchando un country hecho en Arkansas y empieza a bailarlo agarrando el gato por sus axilas delanteras. Al gato no le parece nada divertido lo que está haciendo Pedro y piensa que mejor se hubiera quedado en la sala solo, mordiendo y aruñando su pelota. 


En el corte comercial, Valentina se para y se va a la cocina. Quiere ver si puede cocinar algo, quiere ver si tiene talento. Tal vez pueda hacer las tostadas francesas que hace su mamá los domingos de desayuno. ¿Habrá huevos?


Pedro se sienta después de bailar y empieza a consentirle el entrecejo y la naricita al gato. El gato lo disfruta, se arrepiente de haber pensado en lo de la sala y reflexiona que en esta vida no hay goce sin sufrimiento. Pedro se queda mirando el lomo del gato, lo inspecciona y ve que tiene muchas manchas blancas. Un poco al revés de una niña de su clase que es muy blanca y tiene muchas manchas cafés y pequeñas en sus cachetes y su nariz. Ella siempre quiere jugar con él, pero él prefiere jugar a la lucha ranchera con sus amigos. Ella quisiera que él jugara con ella a la lleva o a la tierra olvidada, pero él sólo lo hizo un recreo y se aburrió tanto que llegó a odiar el recreo. Pedro tiene un problema serio con el aburrimiento. Por eso se va a buscar a Valentina. Va a intentar hacer las paces con su prima y decirle que jueguen al invasor extraterrestre. 


Al salir del cuarto, al gato algo le huele mal y sabe que no es su arenera porque se la limpiaron anoche y hoy no ha ido al baño. Pedro abre la puerta de la cocina y ve a Valentina envuelta en humo. Todo el humo empieza a salir por la puerta, dándole las gracias a Pedro por dejarlo salir. Pedro no entiende señales de humo, entonces no entiende que le dieron las gracias, pero sí le pregunta a Valentina qué ha pasado. Ella responde diciéndole que estaba intentando hacer tostadas francesas y que le parece que se equivocó en la receta. 


La abuela abre la puerta del apartamento y ve todo el humo en la sala y el comedor, deja caer la bolsa de mercado en el umbral, tira el bolso encima de la mesa del comedor y corre hacia la cocina. Valentina le da la misma explicación a la abuela. Pedro sólo se ríe desde el umbral.


El gato le pasa por entre las piernas a la abuela, pero ella no se da cuenta porque está regañando a Valentina. A Pedro también lo regaña por no haber hecho nada y sólo reírse ahora. Valentina sale brava y casi llorando de la cocina luego de querer justificarse. Pedro la mira mal a la salida y ambos se sacan al tiempo las lenguas. La abuela se queda renegando con la cabeza. Abre las ventanas para que el humo entero pueda salir de la cocina. En ese momento suena la tostadora indicando que el pan carbonizado ya está. El gato se compadece de la abuela y se lamenta, mientras se limpia con la lengua las patas de adelante.


Pedro va a buscar a Valentina en el cuarto de estudio. Valentina llora en una esquina, recostada en la biblioteca y dibujando con sus dedos garabatos tristes sobre el suelo. Pedro se le acerca, se acuclilla y la abraza y le pide perdón por reírse, ella lo empuja al comienzo, pero luego de que Pedro le consiente un poco la cabeza ella misma es la que lo abraza. Al separarse, Pedro le pone un dedo sobre la nariz y le sonríe y le dice que jueguen al invasor extraterrestre y ella sonríe un poco, lo suficiente como para que Pedro sepa que el juego está a punto de comenzar, Pedro se para con un pequeño brinco, le tiende la mano a Valentina y la ayuda a parar, corren juntos al sofá del cuarto, le quitan las fundas a los cojines y las usan para hacerse una suerte de turbantes que pretenden ser cascos espaciales. El juego ha comenzado.

Poetisa floral

Procurar ser lírica en la prosa no es tarea fácil. Ser lírica nunca es fácil. Una mira el cielo nocturno desde la ventanilla de un avión y le vibran la piernas, siente un temblor foráneo en las venas, y quiere expresarlo, dejar que las palabras lancen destellos entre lo nebuloso del pensamiento, como los relámpagos por los que se sobrevuela míticamente, mientras se contemplan a través de la lluvia crispada las estrellas recortadas contra la roca antigua de la noche. ¿Dónde está la poesía dentro de mí? Ansío que aparezca la Ninfa y me seduzca, me vaya tentando desde la planta de los pies hasta la corona de la cabeza, con una caricia sedosa y profunda, desatando tal embeleso en mí que me sea inevitable lanzarme al vacío de la creación. No deseo tocar acá lo divino. Suficientemente etéreo es ya el saber que se vuela por encima de las nubes y que por debajo de la panza del avión salen como pistilos de una flor relámpagos tenaces, tan ávidos de caer como yo. Algunos dirían que la poesía no está en el pensar sino en la posesión. Y yo, sólo contemplo y elucubro nimiedades como una tejedora de antaño, como el tiempo que hila las horas y las vidas en un mismo tejido universal. Viejos hábitos de prosista. Ese tal vez sea mi error. De pronto debo entregarme al ardor que siento en la entrañas, no temer, lanzarme y abrir los brazos de par en par y creer en que se volará antes de estrellarse, deseando con la religiosidad de un verdadero creyente que no se corra con la suerte de Ícaro. Una está llena de impresiones, de imágenes que la conmovieron otrora, y tiene siempre la ilusión de que algún día se dé el aterrizaje sublime y empiecen todas a cristalizarse una tras otra en una melodía embriagante e inescapable, en una épica húmeda de eufonías y retazos vibrantes que todo lo toque y todo lo diga. Por eso trato de hilvanar sensaciones pensando lo menos posible, asechando la nuez que no se rompe, es ese el alto desafío que me agobia, sin ánimo de ponerme griega o acudir a un vocabulario que fácilmente haría lírico lo simplón, la amarga impresión de trozos de la noche sobre la ebúrnea fugacidad de las palabras, es toda frase un fuego fatuo que arde y se levanta del cuerpo yerto de mi prosa, dejo que un jazz lejano melódicamente relampaguee en mi anhelo poético, abro los brazos de nuevo y aspiro a que un hálito tibio haga de ellos plumíferos instrumentos de amor, que la música del ensueño siga acercándome al sol enorme de la poética elusiva, volar tan cerca como sea posible, transgredir mi forma habitual de escribir y abandonar toda seguridad y toda precisión, entregarse al caudal de las palabras y navegar por el delta marrón en el que la majestuosidad de la poesía pretende endulzar la salada vastedad de este mar prosaico y frío, en el que ni los pingüinos tiernos que consuelan las musas abandonadas por el océano de escritores infames se atreverían jamás a nadar, como lo hace por el cielo este avión trémulo y osado en cuya metálica armazón ninguna flor logra exhibir brillante su fragancia sempiterna e inefable, son entonces mis dedos el barco que rompe el agua hacia dentro cuando allende la costa está la joya primigenia, el escondite audaz de los suspiros, la arena debajo del remate de las columnas aún erguidas en la fachada del mundo, la embocadura y la desembocadura  fulgurante donde el fénix empolla en secreto sus huevos sin muerte y sin tiempo.

domingo, 10 de julio de 2016

Cóctel tornasolado


Es difícil saber lo que significa ser latinoamericano. Muchos hablan de ello, lo dicen en la radio, en la televisión y hasta en el cine. Está viendo uno un partido de fútbol y sueltan la frase, con desparpajo, sin dárseles nada, asumiendo la complicidad del otro lado de la trasmisión: somos latinoamericanos. Entonces nace una mezcla, una superposición de imágenes, de acentos, de colores y costumbres. Resulta que puedo estar caminando por la Avenida 9 de Julio en Buenos Aires y de golpe dar vuelta en la esquina y entrar en la Avenida Caracas de Bogotá y tras andar un poco ingresar a una casa que lo mismo puede ser una residencia en Roma-Condesa que en Barrio La Ronda, subir hasta la habitación principal, asomarse por el balcón volado y quedarse viendo el mar desde el otro lado del malecón habanero. Y es como si con esa brisa cadenciosa se estuviera aspirando una misma fragancia continental que atiza las venas, un sentimiento iridiscente que viaja de la Patagonia hasta Tijuana haciendo escala en cada vericueto del camino para enriquecerse con sendos aromas.

Suena todo muy bonito, muy poético, sí, emociona, pero a muchos eso no los convence. Alguna vez se dijo que quienes viven en las fronteras son los que mejor comprenden lo que es ser latinoamericano. Mas cómo es posible que se tenga la osadía de aglutinarlos a todos así, de que se haga semejante cóctel pesado, un batiburrillo demagógico que suena a lugar común, a muletilla de discurso diplomático. Se habla de una misma raza, un mismo color, una cosmovisión compartida, y es ridículo escucharlo cuando hay al menos 671 pueblos indígenas en América Latina, tantos que podrían repartirse de a tres cada nación del planeta tierra. Este es un continente plagado de criollos, amerindios, mestizos, mulatos, negros, zambos, judíos e inmigrantes variados. Luego, ¿a qué obedece esa costumbre de meterlos a todos en la misma bolsa? Es equivalente a que en el mercado se tomara todo tipo de frutas y a la hora de pagar, la cajera no registrara una por una, sino que sólo cobrara por un talego de frutas.

A otros les gusta fijar el punto de encuentro en el panorama socioeconómico y aseguran que el continente entero se enfrenta a retos iguales, que se trata de sortear idénticos escollos en el camino hacia el desarrollo, que la carcoma de la pobreza se esparce indistintamente a lo largo del revolver magnum que es Latinoamérica. Para quienes estipulan las metas del milenio, sentados con incomparable gravedad en sus sillones neoyorkinos, no hay diferencia entre Perú y Colombia, pues ambos se enfrentan a indicadores de desigualdad parecidos y no faltará el gringo que si alguna vez escucha los nombres de García Márquez, Vargas Llosa y Fuentes los clasificará a los tres como mexicanos. Han querido borrar nuestras diferencias porque así se simplifica grandemente la comprensión de nuestra vasta realidad y es más práctica la exigencia de resultados en materia comercial y económica. Dominar países de idiosincrasias disimiles no es nada fácil, testigos ilustres Napoleón y Hitler, y por eso la generalización, el rótulo de emergentes, el uniforme estrafalario del mestizo folklórico, el allanamiento total de la topografía fértil de nuestra cultura.

Es aquí donde entran el arte, la música, la literatura. Y sobre todo esta última, esta noble disciplina sin rigidez que nos orienta a la imaginación, al juego del lenguaje, a la exploración de la realidad que nos contiene. La lectura de los escritores de nuestro continente supone una reivindicación de identidades propias, se da uno cuenta que no es lo mismo ser venezolano que guatemalteco o chileno, porque no es lo mismo leer a Rómulo Gallego que a Asturias o Mistral. Cuando un escritor se decide a publicar una obra suya, de forma directa o indirecta está reclamándole algo a su lector, lo invita a algo más que a romper con la lógica del espacio-tiempo, lo invita a dar un salto, una zambullida, una pirueta, porque en cuanto pasa a circular en las librerías el texto se hace alarma, sobresalto, ruptura, indicio, señal, soflama. Bien lo dijo en su momento Cortázar, nos arde un fuego inventado, una incandescente tura, un artilugio de la raza… ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre?

De todos modos nos entregamos, todos lo hacemos sin excepción, preferimos el producto de otras culturas, importamos nuestra identidad llevados por una conducta inconcebiblemente anti-chovinista, caemos en el acogimiento de hábitos foráneos, abrazamos con velocidad sueños sin pertenencia ni pertinencia. No está mal que se dé la natural evolución de las costumbres, que haya una adaptación al mundo actual, ni que se busque un derrotero menos aciago para acabar con la pobreza endémica que nos corroe. Lo que está mal y lo que pocos advierten es que nuestra pobreza no es consecuencia de la distancia cultural que hay con el primer mundo, sino justamente lo contrario. Hay primero una pobreza espiritual y cultural que impide que entremos en la senda del progreso, desconocemos quienes somos y de dónde venimos, hemos buscado abolir sin reservas lo que nos caracteriza por considerarlo inferior y menospreciable. Sentimos que otros nos van a venir a solucionar nuestros problemas con herramientas diseñadas para los de ellos y no nos esforzamos en encontrarle la vuelta nosotros mismos, nos hemos convencido de que todo lo de ellos es invariablemente mejor, hasta la mafia (más elegante y más fina). Dejamos que los alfareros de las costumbres y culturas de otros nos hagan las nuestras, un paternalismo que trasciende lo comercial, político y económico, tan incapaces nos sentimos que hasta dejamos que nos digan quienes somos y qué representamos para el mundo. Ajenos a nuestra realidad, cedemos sin intermisión a la marea que arremete desde el extranjero, le damos la espalda a lo que somos y vamos en busca de lo que buscan en otro lado, emulamos sus pasos como un niño con su hermano mayor.

¿Entonces por qué no volcarnos de nuevo sobre lo que hicieron los precursores de esta tierra? Habrá que sumergirse en el mito del Popol Vuh, dejarse llevar por el asombro de los cronistas que se adentraron en este continente, conocer el Perú en los textos de Garcilaso de la Vega, empaparse de los moldeadores de la lengua como Cervantes, Quevedo y Góngora, reconocer en el Lazarillo de Tormes y en La Celestina la picardía que tanto nos identifica, darse cuenta de que la teatralidad que con tanta frecuencia nos cautiva en las calles o en las anécdotas cotidianas no tiene otra fuente que las obras de Tirso, Calderón y Lope. La diversión que puede encontrarse en el costumbrismo colombiano de Tomás Carrasquilla y José María Cordobés no tiene parangón. Tampoco lo tiene la belleza embriagante de la poesía de Mistral ni el encanto de los versos con que mirificaba nuestra realidad Pablo Neruda ni la fuerza intelectual que se advierte en la literatura fantástica y cultivada de Jorge Luis Borges. Para rematarlo todo hay que dejarse envolver por la explosión creativa que formidablemente nos entregaron luego Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes y Julio Cortázar, reformadores de la técnica narrativa universal, amantes empedernidos de la lengua, rescatistas egregios del verdadero tesoro que alberga este continente convulso: su gente.


Ser latinoamericano no es renunciar a ser ecuatoriano o boliviano, no, es saber justamente que esa mezcla que con dolo han querido hacer de nuestros países es una tentativa risible, porque cada uno de nosotros es un mezcla en sí misma. Lo que nos une en el fondo es el hecho de que a lo largo de la historia las fronteras políticas, raciales, económicas y soberanas han sido difusas, que es cierto que no hay una distancia abismal entre un futbolista argentino y un poeta mexicano, que a los dos los recorre un fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, uno y otro, ellos y nosotros, desconocemos cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos.

miércoles, 24 de febrero de 2016

Gotas notables

Cada gota que cae sobre el asfalto es como una nota que se descubre.
Agazapadas y anhelantes las gotas en el mutismo del sol, 
la panza del estrato es escindida
para que se despeñen con melodía hasta su fin.
Silente espera el mugre a su mártir 
y ¡PLAF!
los recién desposados ruedan tristes al desagüe.

Música oye el ciego,
febril es el aire que prosigue,
hiede a quebranto,
apoteósico teatro para el sordo.

Y las gotas suenan,
como notas cantan su golpiza, 
chaparrón recibe el candor
gris, gris
es la sonrisa del yerto.

Inmóvil es el temblor de la hojarasca,
con autarquía rutila el rey del día
y desvelados son los pájaros 
iridiscentes
que alzan en vuelo la parábola sublime.


TIC. PLAC. PLAAAC. PLOF.
DRIP. DROP. 
TIIIC... ¡PLLLLIKKK!

Así va el adagio grave de las kamikazes postreras.

PLAF PLAF

martes, 15 de abril de 2014

Ana


"No, el éxito no se lo deseo a nadie. Le sucede a uno lo que a los alpinistas, que se matan por llegar a la cumbre y cuando llegan, ¿qué hacen? bajar, o tratar de bajar discretamente, con la mayor dignidad posible."
Gabriel García Marquez

Una vez que hubo entendido lo que significaba estar del otro lado de la cama, Samuel tuvo que reconocer la derrota definitiva del amor. Desde pequeño, en realidad desde que tenía memoria, había dormido siempre mirando hacia la derecha y ahora ocurría que el matrimonio le imponía lo contrario y él no tenía forma de defenderse de la fuerza avasalladora de su esposa. Ana le había parecido aquella noche, en la librería que él frecuentaba desde que había conocido a los dueños mientras se hacían publicidad muy humildemente en una carpa escuálida en el Parque Nacional, una mujer muy distinta a la que había resultado ser: sin ninguna dificultad para imponer su voluntad con su mirada irremediable. Jamás habría podido imaginar que algún día habría de dominarlo de tal modo y con tal ímpetu esa hermosa adolescente de 24 años, con su boina gris escurrida deliberadamente hacia la izquierda, sus zapaticos negros lustrados a la perfección, sus gafas gruesas que ocultaban medianamente sus refulgentes ojos zarcos, la blusa negra rayada horizontalmente por anchas franjas blancas y la hebilla áurea del cinturón que sujetaba su falda cubierta intermitentemente por una bufanda mal colgada meciéndose al vaivén de su brazo derecho, que revolvía cada anaquel del lugar en busca de cualquier libro de Gertrude Stein o Simone Beauvoir.

Por aquel entonces, Samuel estaba convencido de que el mundo habría de pertenecerle algún día; hacía un año se había graduado con honores de Economía de la mejor universidad del país y ya estaba trabajando en una de las empresas más importantes del sector bancario, ganándose un buen sueldo y rodeado cada noche de viernes por mujeres deliciosas que conquistaba en algún bar de la 85 o la 93 y que embarcaba frívolamente en taxis antes de siquiera venirse. Todo iba bien. El único inconveniente era que su vida entera iba en una dirección contraria al derrotero que alguna vez creyó él que esta tomaría. Desde que había sido ganador de un concurso literario de medio pelo que a nadie le importaba más que a él y a su familia y gracias también al reconocimiento efímero de cierto círculo de gente que no sabía más de literatura que lo que cualquier bachiller de Suecia o Noruega tendría que saber para graduarse, le había parecido tener la certidumbre de que tenía todo el potencial para ser un enorme escritor. Sin embargo, las dificultades económicas de su familia y la escasa oferta de carreras literarias por parte de las universidades, lo empujaron en más de un sentido a aceptar una beca para estudiar Economía. Y no es que no le gustara la carrera que ejercía, es sólo que no lo llenaba. Como no lo llenaba tampoco la satisfacción automática de sus deseos mundanos por el simple hecho de tener un buen puesto. Mierda… y lo peor es que todo el mundo esperaba demasiado de él. Su madre, su padre, sus amigos, sus compañeros y los directivos de la universidad lo habían ensalzado grandiosamente durante tanto tiempo que había perdido ya del todo la humildad. Lo habían convencido de que era muy inteligente, talentoso. Nosotros lo veíamos siempre como alguien brillante, en la universidad nos ayudaba bastante a la hora de hacer ejercicios y trabajos, todos esperábamos como costumbre que la nota más alta fuese la de él, debo confesar que un día sentí atracción por él pero luego me di cuenta de que no era por él sino por uno de sus amigos, es que por ese entonces yo tenía una miopía no diagnosticada, a mí me pareció un muchacho proactivo desde el día mismo en que lo entrevisté, era un estudiante preocupado por el desarrollo y crecimiento de la facultad, nos pareció que encapsulaba a la perfección el espíritu y los valores verdaderos de nuestra universidad, por eso le dimos la beca cuando se presentó. Samuel también se creía una persona muy inteligente y sus mal fundadas ínfulas de escritor no contribuían en nada a aterrizarlo. Para él, era cuestión de tiempo para que le entregaran el Nobel de Literatura, el de Economía, el de la Paz, un Oscar, dos Balones de Oro, jueputa, hasta un Grammy creía él secretamente que merecía por sus cantos inauditos en la ducha. Ensordecido por el ruido de su propio ego, Samuel ya no sabía ni qué era ni qué buscaba. Estaba por completo desorientado, como si el mismo Mike Tyson le hubiese asestado un uppercut en la mandíbula. Los sábados, a eso de las seis de la tarde, Samuel se sentaba muy románticamente en el escritorio de su pretencioso apartamento de soltero, con una botella de vino al lado y una caja de cigarrillos sin filtro, y comenzaba a redactar muy envalentonado en su máquina de escribir cuentos que de algún modo él sabía eran fusilamientos de García Marquez, Dostoyevski, Borges o Cortázar. Y lo que escribía no podía dejar de parecerse a lo que más había leído sencillamente porque su talento como escritor se reducía a su inteligencia. No era que escribiera bien sino que tenía la capacidad de adaptar los temas y los estilos de los maestros a lo que él sentía que podría tener éxito. Pero se mentía tristemente. Para él todo lo que escribía era oro puro y mientras ponía algún jazz de Armstrong, Davis o Brubeck, releía ávido sus escritos y sentía crecer con cada frase terminada la llama fatua de su amor propio. Lo mejor, si pensamos en lo valiosa que es la miseria humana para efectos cómicos, es que todos los lunes le llevaba sagradamente a uno de sus amigos del colegio, que era ahora un poeta reconocido, folios con lo que él había escrito. El hombre le mentía por antigua estima y cortesía, pues no sabía cómo hacerle saber a Samuel que todo lo que escribía era basura pura. A mí nunca me pareció un buen escritor, cuando estábamos en el colegio éramos amigos y yo todavía no sabía lo suficiente como para darme cuenta de la pésima calidad de lo que él escribía, y luego tuvimos juntos escarceos ridículos en el arte del guión cinematográfico ¡hasta hablábamos de algún día filmar una trilogía alrededor de Bogotá!

Es increíble como el amor cambia a la gente. Por un lado, al amigo poeta de Samuel y por otro, a Samuel mismo. Durante un buen tiempo el poeta había buscado la forma de terminar con la moribunda pero esforzadamente prolongada amistad con Samuel y no había logrado acopiar el coraje suficiente para confrontarlo. Pero conoció a otra poeta. En algún simposio sobre la semejanza entre el hombre capitalista y los french poodle, al que lo invitaron a participar y al que se había rehusado a asistir por lo que él llamaba el “respeto a la libre expresión corporal”, la poeta había tenido que ocupar su lugar. Disfrazado de estudiante de filosofía o alguna ciencia social sin importancia y sentado entre el público como cualquier otro inconforme de izquierda, el poeta escuchó subrepticiamente todo el simposio y quedó deslumbrado por la lucidez de la poeta. Y una vez la tuvo frente a frente, más que la lucidez lo cautivó la redondez de sus tetas. Una cosa llevó a la otra y antes de que pudieran ser conscientes de lo que ocurría, ambos estaban follando en el baño del claustro mientras se recitaban entre gemidos versos de Tristan Tzara y Mario Benedetti. Amor a primera vista, sin duda. Si alguno de los dos hubiese siquiera mencionado El reloj de Baudelaire, estoy seguro que nos hubiésemos casado ese mismo día. En menos de una semana estábamos viviendo juntos y fue entonces cuando conocí a Samuel. Le cayó pesadísimo, especialmente porque en algún momento había querido justificar la influencia de León de Greiff en la poesía de Gonzalo Arango. 

Y fue gracias a la influencia de su flamante novia que el poeta se convenció de decirle por fin a Samuel que lo que escribía era pésimo. Para Samuel fue durísima aquella conversación, no sólo porque comprendió que hacía ya mucho tiempo que el poeta había dejado de disfrutar la amistad, sino también porque entendió que su oportunidad de ser escritor era ahora lo mismo que para un náufrago un barco que se aleja en lontananza. Dos días fingió Samuel estar enfermo para no ir al trabajo, cuando en realidad estuvo todo el tiempo perdido hondamente en la selva confusa del alcohol y las tres prostitutas de culos grandes que tenían sexo a ratos con él y a ratos sin él. La orgía se detuvo cuando Cindy escuchó a Johana decirle a Jessica que se había dado cuenta de que el idiota ya no tenía más efectivo. Con una resaca terrible, Samuel fue al otro día al trabajo y vomitó sin que nadie lo supiera en una de las negras canecas oblongas adosadas al pasillo de la entrada. Natalia, una de sus compañeras de trabajo, sí intuyó lo ocurrido tan pronto se bajó del ascensor, pero nunca se atrevió a mirar al interior de la caneca y se llevó esa sospecha a la tumba. Un poco más allá de la hora del almuerzo, Samuel se tomó dos comprimidos efervescentes y se sintió mucho mejor. Tanto así, que manejando por la noche hacia su casa pudo soportar, quizás por primera vez en su vida, una emisión entera de La hora del regreso.

Detenido en uno de los semáforos de una de las posibles rutas que lo conducían del trabajo a su casa, Samuel se conmovió al escuchar que se cumplían 40 años de la muerte de Louis Armstrong. Nostálgico, porque desde muy pequeño había adorado la música de ese negro de labios gruesos y brazos fuertes, quiso comprar alguno de sus discos. Pocas veces la gente reconoce la importancia del azar en nuestras vidas y confieso que yo tampoco la comprendía del todo hasta esa noche. Allí estaba yo, dirigiéndome en una lluviosa noche de jueves a la librería de siempre y todo porque había escuchado hablar de Armstrong en un programa radial que nunca sintonizaba. La cabeza todavía me dolía, sobre todo en la parte de atrás, y la sed erosionaba mi garganta acremente. Cuando crucé el umbral de la librería y así parezca que lo digo como recurso literario, sentí realmente que algo para mí habría de cambiar decisivamente. Saludé como de costumbre a Carmenza, la esposa del dueño, que era quien realmente atendía el lugar y quien se había ganado el corazón de los clientes asiduos como yo, a punta de descuentos no autorizados y chocolates de cortesía. Estuve un rato hablando con ella y luego comencé mi búsqueda. Todos los discos de Armstrong que habían en el sitio ya los tenía yo en mi casa y eso me molestó inexplicablemente. Supongo ahora que de alguna manera me daba cuenta que la situación era una alegoría de mi vida: tenía ya todas las comodidades que había deseado para mí y sin embargo no me sentía satisfecho. El caso es que me iba a ir, descontento como estaba por mi fracaso, pero antes incluso de que alcanzara la puerta Carmenza me increpó tiernamente porque no había comprado nada. Aunque no tenía por qué hacerlo, sentí una cierta obligación inercial de comprar algo. Pensé que lo mejor era buscar un libro que no tuviese nada que ver con literatura, mi más reciente desilusión, y entonces me puse a ojear los libros de historia. Uno de los libros que estaban junto al que tenía en mis manos se cayó inexplicablemente sobre mi pie. Mi primera reacción fue tratar de barruntar quién, cuyo nombre empezaba por L, había sido la persona que me había pensado, pero rápidamente me percaté de que el estante todo estaba vibrando y que los libros temblaban en sus puestos y conjeturé que seguramente yo había acomodado mal el libro y que la constante vibración lo había hecho caer.

Samuel se dirigió al pasillo de al lado para ver quién había causado que el libro cayera sobre su pie y vio por primera vez a Ana. Su vestimenta parecía sin dudarlo un recorte de algún artículo de los años sesenta sobre el movimiento beatnik. Impaciente, Ana tomaba los libros cual autómata y tras ojearlos unos segundos volvía a ponerlos en el hueco al que pertenecían. Parado al final del pasillo, Samuel veía juguetear desenfadadamente con los libros a la mujer que habría de influenciarlo mucho más que la poeta al poeta, quienes terminaron a los dos meses y sólo volvieron a hablarse cuando nació a los siete meses su primer hijo. A Carmenza, que había escuchado a Samuel mencionar a Armstrong cuando había amagado irse, también le habían dado ganas de oír un poco de ese jazz lleno de magia y murria. Movido por algo que jamás lo había movido antes, Samuel se acercó a Ana y le preguntó qué buscaba. Por primera vez le vi los ojos, esos ojos azules que la gente no podía pasar nunca por alto cuando hablaba con ella. Comenzó a sonar Stardust y Samuel sintió que todo se confabulaba a su favor, que así como lo soñaba Anny en La Náusea la situación tenía potencial para convertirse en un momento perfecto. Y tal cual era en el libro, todo dependía de mis decisiones, de cómo condujera el asunto. Lo que le dije no es tan importante como lo que no le dije. Nervioso como estaba, Samuel le preguntó a Ana si había ido antes a esa librería y ella le dijo que no, que era la primera vez que venía. ¿Y tú… vienes aquí seguido? Es casi mi segundo hogar. Yo no vivo por acá, pero estaba visitando a una amiga. De hecho, estábamos terminando un trabajo. ¿Un trabajo? Sí, es una reseña conjunta sobre Rayuela. Samuel se mostraba incrédulo, después de todo era su libro favorito. Tan pronto ella había dicho Rayuela, Armstrong comenzaba a cantar la letra. Ambos se quedaron en silencio, mirándose hasta cuando el negro había dejado ya de cantar y sólo se escuchaba la trompeta endiablada del sureño cerrando la canción con maestría. Lo que pasó ese día una vez acabada la canción es irrelevante. Al otro día volvimos a vernos y al mes había renunciado yo a mi trabajo. ¿Por qué dejar de escribir solamente porque no soy bueno?  Al fin y al cabo, yo no escribía para ganar un Nobel ni el reconocimiento multitudinario de los críticos, como en un principio lo creí. Escribía porque era lo único que me daba placer. Y Ana me hizo darme cuenta de eso cuando me hizo volver a sentir un placer genuino por mi existencia. Después de un año de salir juntos, Samuel le pidió matrimonio en la misma librería y en el mismo pasillo en que se conocieron, mientras sonaba de nuevo Stardust en el fondo. Aún hoy en día la bailan con esmero cuando celebran su aniversario. Creo que nunca fui más consciente de lo que significaba amar a alguien hasta que tuve que acostumbrarme a dormir hacia el otro lado de la cama, es decir, ni siquiera sabía lo importante que era para mí dormir mirando hacia el lado derecho y de todos modos cuando ella me lo pidió con la dulzura de siempre yo no pude resistirme. Los dolores de cuello que sobrevinieron tras esa decisión no unánime fueron terribles, pero cada vez que me quedaba viéndola o que podía jugar con sus bucles cobrizos apenas si me percataba de que los tenía. 

Samuel siempre imaginó que cuando el amor lo alcanzase él tendría la fuerza lógica y la firmeza mental para no dejarse dominar por el sentimiento. Pensó ingenuamente que nunca se casaría ni tendría hijos. Que el amor no iba a envolverlo, a adormecerlo, a idiotizarlo. Pero fue un idiota más mientras conquistaba a Ana, hacía cosas en el fragor del momento de las que luego se acordaba y reflexionaba y se reía porque se daba cuenta de que también él, el estudiante brillante, el escritor promisorio, el trabajador destacado, había caído en la trampa. Creo que lo que me atrajo inexorablemente a Ana en ese momento fue que en ella vi algo que había olvidado de mí mismo y era el amor por los libros. En cierto nivel sentí que ella era un yo mucho más puro, mucho más decantado, sin los adornos del éxito ni el antifaz del dinero. Ana me humanizó como nada nunca lo había hecho; me hizo vulnerable, me redujo a la condición de hombre común, de ser humano igual a los demás. Igual de ignorante, igual de impotente, igual de sometido a las veleidades del hado. Esa noche Samuel no sólo sintió que se reencontraba con su verdadero yo, sino que de alguna manera sintió al mirar a Ana, que entraba en otra cosa, que traspasaba algún tipo de frontera intangible.

Algo parecido le pasó a Ana con Samuel. El día en que se conocieron, Ana estaba al otro lado de la ciudad y por una concatenación improbable de circunstancias terminó a dos cuadras de la librería. Narrar la historia de Ana no tiene mucho sentido ahora porque lo que vivió Ana antes de conocer a Samuel también tiene los altibajos y las tragedias propias de toda vida humana. Sus relaciones anteriores fueron unas buenas y otras pésimas. A ella también le rompieron el corazón, también sintió en algún momento que estaba perdida, que algún boxeador sin nombre le había dado un golpe certero en el oído. Sintió también, en medio de las elucubraciones pueriles de casi todo ser humano, que iba a dominar el mundo. Tuvo que renunciar a muchas cosas para obtener otras y muchas veces no las obtuvo y vio terminar como todos largas amistades que creyó que durarían para siempre. Algunas veces ganó y otras perdió. Fracasó y se rindió, como cualquiera cuando ha sido cobarde.


Antes de conocerse en la librería de Carmenza y Antonio ni Samuel ni Ana creían en el azar o en el destino, para ellos cada quien forjaba su propio camino, cada quien escribía su propia historia. Después de todo, ambos tenían almas de escritores.

domingo, 27 de enero de 2013

Jazz


Yo leo la vida como si fuera un jazz sempiterno: todo elemento que compone este universo es para mí una nota musical a la espera de ser descubierta por un clarinete nostálgico, una trompeta ensordecedora, un saxofón embrujador; veo toda la historia de la humanidad como un Si tu vois ma mere en slowmotion, un fútil dialogo de instrumentos con el único y frívolo propósito de divertir a ese, que vaya uno a saber si realmente existe.

miércoles, 3 de octubre de 2012

El Clon


A  Sofía

Anoche vi a una mujer igualita a ti. Habría jurado que eras tú si no es porque estaba seguro de que ya no andabas en la ciudad. Era tu clon. Se movía como tú, sonreía como tú, gesticulaba como tú, temblaba como tú, incluso tenía la misma manía de mover el pie izquierdo cada nada como pisoteando un cigarrillo que no quiere apagarse. La vi pasar junto a mí en una librería, avanzar trémula, sin creer ciegamente en la solidez del suelo. Sé que hace ya mucho tiempo que no te escribo, pero no es algo que ocurra solamente contigo, es un bloqueo general, una obstrucción creativa. La primera versión de esta carta era un poco graciosa, te lo juro, te habrías muerto de la risa si hubieras visto mi redacción ingenua, parecía un escritor novel, subordinando frases infinitamente, tratando de trasgredir la forma en un esfuerzo por lograr algo, en un intento fútil por hacerme sentir, por decirle a quién sabe quién que yo sí importo, que sí soy bueno en lo que hago y la verdad ni sé porqué actúo de ese modo si ya sé de antemano que sólo me importa lo que opinas tú, lo demás me da igual, que si el editor cree en mí, que si la crítica cree en mí, que si los lectores creen en mí, eso no importa, y creo que ocurre así con todo escritor: realmente nos influencia la opinión de una sola persona. En mi caso eres tú. En mi caso tú eres la musa, tú eres la historia, tú eres el objetivo, la letra, la sangre, la espectadora, la triste protagonista, porque lo que escribo casi siempre es triste, porque de una u otra forma todo huele a ti, todo me conduce a ti. Por eso es que a veces me voy de mi casa y deambulo por las calles sin saber adónde voy, con una botella de vino en la mano que uso para embriagar la nostalgia acendrada de tu ausencia, para apagar lentamente esa llama que desde muy adentro me deflagra. Incluso cuando aún estábamos juntos la vida me parecía vacía sin ti y eso que te tenía conmigo, ahí recostada sobre mi pecho, apoyada tu cabeza sobre mi hombro cada sábado que íbamos a cine a no ver la película, porque creíamos que después de Bergman ya no valía la pena ver nada y que el acto de entrar al teatro era como uno de sus rituales de los que uno no puede zafarse por más ridículos que sean o por más que uno lo intente. 

El caso es que anoche vi a una mujer igualita a ti y me acerqué a hablarle para comprobar que era real y no una alucinación forzada, quería asegurarme de que tu clon trascendía lo físico, pero cuando la tuve frente a mí no supe que decirle ¿Puedes creerlo? ¡No supe que decirle! El corazón me palpitaba con inusitada fuerza, mis manos sudaban incansablemente. Sí, el mismo hombre que fue capaz de halagarte sin saber nada más de ti que lo que todos en la universidad sabían: que eras una de las estudiantes que estaba incursionando en el teatro y que al parecer prometías bastante. Sí, ese mismo hombre no fue capaz de hablarle a tu clon. Bueno, al menos no en el primer intento. Fue ella la que dijo la primera palabra: hola. Eso fue lo que me dijo tu clon en el mismo tono en que tú solías decirlo, con esa voz queda y fría que siempre te critiqué, con el mismo gesto de desinterés con que saludabas a los extraños, con esa mirada obscura y prepotente con que doblegabas hasta al más engreído. Vacilé un momento antes de poder responderle, mientras me miraba expectante, aburrida, agotada, pero una vez que le hablé y de que la interrogué una o dos veces con toda mi inventiva nos quedamos hablando durante horas. En un principio mi emoción rebosaba mis ojos y se proyectaba en un brillo insensato, apresurado, en palabras trémulas que se atropellaban unas a otras sin sentido en la lucha por ser pronunciadas primero, pero todo se derrumbó rápidamente como un castillo de naipes. De a poco me fui dando cuenta que tú no eras aquella mujer, de que nunca lo fuiste, me di cuenta de que tú nunca fuiste quien realmente eras, que siempre te escudabas bajo un velo infranqueable, me di cuenta de que yo estuve con una tú inventada, actuada, de que los últimos cinco años habían pasado demasiado rápido y de que todo había sido inútil porque no había llegado a conocerte. Advertí que todo lo que yo era es gracias a ti, pero que si tu habías sido una mentira yo también lo era. Por un momento me abstraje de la conversación que tenía con… Laura… sí, creo que ese es su nombre, y toqué fondo, vi el abismo interminable desde donde acaba y comprendí que vivía un engaño construido, vi que en el café en que estaba se reflejaba de forma extraña la luz lunar en la baldosa fría de su piso, vi tu rostro que me hablaba allende de la mesa, vi el diminuto lunar arriba de tus labios fundirse con el palpitar intenso de tu voz, vi tus manos huesudas agitarse en el aire incesantemente, vi tus cejas gruesas arquearse y formar una doble bóveda con el eje recto de tu nariz, vi tus labios rosados expandirse para mostrar tus dientes blancos en medio de una risa que no comprendía, vi tu pelo castaño refulgir cual ópalo por la absorción de la luz artificial de los bombillos, vi que en tu mirada había una acumulación de ayeres que decía más de ti que todo lo que alguna vez me habías contado.

Después de lucubrar un rato volví a poner atención a lo que me estabas diciendo, bueno, a lo que me decía tu clon, y me aburrí tan rápido que apenas pude me paré con un efugio débil y me fui lentamente. El rumbo que tomé luego es algo que aún no recuerdo, lo cierto es que a eso de la medianoche me encontré en la Zona Rosa y mientras caminaba a pasos largos por el andén me asió una incertidumbre general. Comprendí que todo el ruido que me rodeaba era el espejo fiel de lo que era yo en ese momento, un estanque bombardeado siempre por cientos de piedras. Entendí que eres más que una persona, que eres una parte de mí, en el sentido menos cursi de la expresión, es decir, realmente eres una parte de mí porque reflejas en tu forma de ser mi soledad absoluta, porque mi amor por ti es una autofobia que tengo miedo a afrontar, porque te amo enormemente por razones sentimentales que sigo sin comprender.

Sé que esto que te escribo puede parecer algo sonso, pero es que el amor es en cierto grado eso: es una estolidez extendida, es un paroxismo ilusorio, una estela desvaída que se diluye en el cielo. El amor, Sofía, es ese miedo que siempre me dijiste que sentías por la noche cuando en medio de la penumbra te levantabas al baño o a la cocina. El amor es como un jazz en slowmotion, es la caricia cadenciosa del viento sobre el pasto, es como tu gato al estirarse o como un perro que agarra un disco cuando aún está en el aire. A lo largo de estos meses que he estado sin ti he tenido que aprender a vivir incompleto, a andar todo el tiempo con una ausencia que me horada la planta de los pies y que luego se aloja cerca a mi rodilla largo rato para recordarme una vez más que ya no estás aquí. Durante las últimas semanas he querido ir al apartamento de tu hermana, pedirle tu número y llamarte, pero tu hermana me odia y además te prometí que no te buscaría. ¡Pero es que es tan difícil no querer buscarte mientras me resisto a levantarme de la cama a eso del mediodía! Es tan difícil no buscarte cuando camino por el centro y veo bajar el funicular de Monserrate repleto de gente que no conozco, cuando leo en el periódico un lamentable reportaje sobre la hambruna en África y me acuerdo de cómo odiabas que hablara siempre de las malas noticias, de cómo detestabas que te hablara de temas serios, de la economía mundial, de los políticos del país, de que todo estaba cada vez peor, de que cada vez había más pobreza y que nadie se atrevía a hacer realmente nada. Y ahora que lo pienso todo eso era tan trivial… ¿Sabes algo, Sofía? El amor es un sentimiento engañoso, nos miente a todos por igual, nos hace creer que lo necesitamos y sin embargo es él quien nos necesita a nosotros para existir, por eso se nos vende a cada rato, por eso nos vuelve adictos a él. El amor está tan perdido que nos obliga a buscarlo. Así como te busco yo a ti al ver Annie Hall cada noche comiéndome las palomitas de caramelo que tanto te gustaban, como te busco yo en cada pretexto que invento para escribirte cartas que nunca vas a leer, como te busco cuando me pongo a escuchar canciones de Benny Goodman y Harry James mientras me distraigo viendo como muere la tarde, como te busco al leer las cartas que me escribías en aquel tiempo en que apenas nos estábamos conociendo, en que caminábamos por la ciudad sin rumbo, siempre deseando encontrarnos con una aventura deslumbrante que nos sacara del tedio acumulado del día, pero nunca la encontrábamos y cuando nos acercabamos se nos escapaba del mismo modo en que ahora te me escapas en cada palabra que escribo esta mañana en la que todo me sabe a chocolate y senos extraviados, a Serpentine Fire, a todo eso de lo que tú y yo nos reíamos en los congresos literarios que tanto odiábamos, a todo eso de ti que se me ha olvidado y que trato de recobrar cada vez que te escribo pero que de todos modos se me escurre por entre las letras como agua inagotable.

¿Te dije que quemé el primer borrador de esta dedicatoria sin emisario?  Bueno, lo hice, y sé que vas a pensar que no he cambiado nada, que sigo siendo igual de tonto y díscolo, pero te equivocas, la verdad es que ya no soy el mismo desde que peleamos bajo el puente, no soy el mismo desde que dejamos de hablarnos, desde que decidimos que la distancia era la respuesta. No sabes cuantas veces he reconstruido esa escena, ni sabes tampoco cuantas veces me he arrepentido de lo que dije y también de lo que no dije. Pero el punto es que quemé el primer borrador porque revelaba demasiado de mí y también de ti. Y de todos modos me doy cuenta sin haber releído el texto de que esta versión no se aleja lo suficiente de lo que fue la primera.

Todavía me aterro, desprovisto totalmente de la supuesta frialdad que otorga el tiempo a los amantes, de cómo lograbas engañarnos a todos por igual, de cómo nos hacías creer que te parecías a un jazz cuando en realidad eras un blues profundo y sin cadencia. Eres verdaderamente una tremenda actriz. Cada vez que te veo en alguna revista o en algún insoportable noticiero del mediodía, mientras me dejo atender por el mesero de todos los días en el restaurante de todos los días, trato de recordar cómo eras cuando no actuabas. Pero siempre estabas entregada por completo a un personaje, nunca dejabas de interpretar a alguna mujer inventada o a esa niña traviesa creada por ti misma, medio personaje de Nabokov medio personaje de García Márquez, que nos hacías llamar Violeta. Recuerdo nítidamente cuando empezaste a conseguir papeles cinematográficos y yo te ayudaba a ensayar tus escasas líneas. La devoción que ponías en cada frase, en cada palabra, era en cierto modo un espejo de mi oficio de escritor y siempre sentí que tú eras mucho mejor en tu arte que yo en la mía. La prueba es que tú cumpliste tu sueño de llegar a Broadway y yo no he publicado sino una pobre recopilación de cuentos que no vendió más de cien ejemplares. Sabes que mi nombre me lo he hecho a punta de esas columnas ridículas que detesto y que escribo porque necesito el pan. Miento, lo hago porque me he vendido. Si el yo de hace quince años leyera lo que escribo hoy seguramente me patearía el culo y yo no tendría el descaro de resistirme. Tú, del otro lado del caribe y mucho más arriba, interpretas por fin a Eliza Doolitle y a Linda Loman. De hecho, escuché que estabas sonando para interpretar a Lady Macbeth en el montaje que va a hacer una compañía búlgara cuyo nombre no puedo pronunciar. Sé, aunque no lo aparente y te siga vejando por haber tomado la decisión de volverte actriz, que tu gazmoña madre está tan orgullosa de ti como tu hermana. 

A ratos te imagino despeinada por un gélido viento de madrugada en algún balcón de Manhattan y te envidio. Y me doy cuenta de que esa envidia que siento no es de que tú estés allá, sino de que tú estés allá sin mí. ¿Recuerdas que habían noches en las que me pedías que me inventara un relato donde tú y yo termináramos, después de muchos avatares, caminando por Central Park en un atardecer ventoso de otoño, con la hojarasca flava cubriendo por completo el asfalto de los senderos? Queríamos tragarnos el mundo, por aquel entonces. Aún no sé en qué momento ese deseo de cada uno dejó de involucrar al otro, porque no voy a negar que también yo empecé a distanciarme. Lo cierto es que poco a poco fue enfriándose la tarde y llegamos al crepúsculo. Estoy seguro que si nuestros amigos hubiesen apostado por quién de nosotros dos habría de sufrir más con el rompimiento, la mayoría se habrían inclinado por ti. Pero yo siempre supe que de los dos la más fuerte eras tú, que estaba mucho más vinculado yo a ti que tú a mí. Secretos de la relación, supongo. 

Yo estaba en una esquina de la sala, escuchando la intachable guitarra de I'll see you in my dreams, perdido por entero en el serpenteo melódico del gran gitano y buscando una idea por la cual dejarme seducir para encerrarla eternamente en un papel, cuando te vi abandonar el cuarto con tu maleta roja arrastrándose con esfuerzo por el piso viejo de nuestro apartamento. El cigarrillo que acababa de encender, como resultado de la ridícula necesidad de sublimar estéticamente el acto creativo, abandonó mi boca y calló cilíndrico al piso sin apagarse. Te increpé duramente y es que el sólo temor de no verte cada día me aturdía. Desde que te vi por primera vez en la universidad supe que estaba destinado a 
eventualmente conquistarte, así tuvieras novio, a enloquecerte, así parecieras ser la más tímida de tu grupo, a alejarte de una profesión que no era la tuya, así creyeras estar tan segura de tu elección y así tu mamá se resistiese, a enamorarte, así estuvieses perdida en tu más grande personaje: la Sofía de los primeros semestres. Supe que estaba condenado a amarte con la misma energía que vertía en mi escritura. Por eso traté de retenerte, por eso empleé todas mis armas de escritor para tratar de revertir lo que ya no podía revertirse. Pero cediste ante mi retórica bien entrenada y a partir de ese día fui otro contigo, la posibilidad de haberte perdido fue suficiente para despertarme del letargo amatorio en el que había estado inmerso las últimas semanas. Y aunque la cosa pareció reverdecer, muy pronto tú caíste en la cuenta de que ya no me amabas. Ante eso no había ya nada que yo pudiera hacer y yo en el fondo lo sabía.

No quiero que te aburras con este derramamiento eterno de frases que ya no sirven de nada, pero hay algo que debes saber antes de que la hagas una bola amorfa y de que la botes a la basura, y sé que eso es lo que harías si la leyeras porque a pesar de todo creo que te conozco un poco. No sé cuantos meses discurrieron desde que logré que te quedaras conmigo, pero sé que para ti no fueron más meses felices. Probablemente te quedaste conmigo más por una deuda con la costumbre que porque realmente tuvieses fe en el resurgimiento de algo ya muerto entre los dos. Y ahora que escucho a Frank Sinatra cantar melancólicamente tu canción favorita
I’m in the mood for love simply because you’re near me
Funny but when you’re near me, I’m in the mood for love.
soy más consciente que nunca de la gran brecha que nos separaba por esos días. Había un vacío tremendo en el ejercicio mismo de amarnos y eso quedaba especialmente claro a la hora de arrojarnos a la cama sin compasión para llevar a cabo un acto que nos desvirtuaba con cada orgasmo forzado, con cada gemido inercial, con cada giro coreografiado en otra rutina antes interpretada, con cada temblor que el cuerpo sufría en la ejecución del mecanismo del sexo.
Heaven is in your eyes, bright as the stars we’re under,
Oh, is it any wonder, I’m in the mood for love.
Ya no éramos los de antes y ya no podríamos ser ellos otra vez, ellos estaban deificados e inalcanzables en el pasado como los dioses griegos en su decadente Panteón soterrado por la herrumbre del olvido. Creo que a ti y a mí nos pasó que en algún punto, que todavía estoy tratando de ubicar, me cogiste una ventaja tremenda y de ahí en adelante ya no pude volver a alcanzarte.
Why stop to think of whether this little dream might fade,
We’ve put our hearts together – now we are one, I’m not afraid.
Después de que seguí y seguí caminando durante horas, caviloso todo el tiempo, tratando de entender algo de ti y de lo que nos había pasado, por fin dí con algo que me detuvo. El alba rayaba ya el cielo con su tela áurea y entonces comprendí el sueño desbordante de nuestro amor: todo el tiempo que estuvimos juntos fuiste tú, obra y vida, y yo no fui más que el ojo del que no puede ni crear ni vivir, el del que no le queda otra opción que entregarse a ser un espectador, un fotógrafo del momento, un relator del suceso.
If there’s a cloud above, if it should rain, we’ll let it.
But for tonight forget it, I’m in the mood for love.
Tengo en el bolsillo de mi chaqueta el papel con el número de... Lorena, sí, creo que ese es su nombre. Supongo que mañana o mejor dicho, más tarde hoy, la llamaré e intentaré conocerla a ella. Debo seguir adelante como tú lo hiciste, así para mí el exorcismo de este amor sea mucho más difícil y requiera de muchas más de estas cartas sin destinatario. Trataré de no ver en ella otra tú, de no ver un clon, una réplica. Después de todo, en este mundo no habrá para mí más que una sola y única Sofía posible.

sábado, 19 de mayo de 2012

Instrucciones para dormir




El sueño ayuda a recobrar las energías perdidas a lo largo del día y por ello es fundamental realizarlo de manera correcta. Aunque pueda llegar a parecer innecesario, es muy importante la preparación previa a la acción culminante, es decir, que antes de dormirse por completo se deben ejecutar  apropiadamente ciertos pasos. El primero de ellos es el de ponerse el pijama; para esto es conveniente tener más de uno, pues la elección del adecuado dependerá inevitablemente de las circunstancias. Si la habitación donde se halla la cama se encuentra a baja temperatura o invadida por una brisa gélida, se debe optar por el uso de un pijama de tela gruesa, que cubra todo el cuerpo (a excepción de la cabeza, las manos y los pies, que siempre deben estar descubiertos); si por el contario, la temperatura dentro de ella tiende a ser elevada, es mejor usar pijamas ligeros.

Una vez haya sido elegido el pijama, se debe proseguir con la elección de las medias, la cual está indiscutiblemente supeditada a la primera, lo que significa que si la noche es fría se deben usar medias abrigadoras y si la noche es caliente se puede dormir sin ninguna.
El paso siguiente es tan importante como los dos primeros, ya que de él depende la vida útil de nuestra cavidad bucal y sus componentes, que son comúnmente denominados con el nombre de dientes, por lo que la persona se debe parar frente al lavamanos, que debe estar preferiblemente ubicado debajo de un espejo donde el sujeto pueda ver el reflejo de su rostro. Como suponemos que el lector de estas instrucciones conoce el método adecuado para cepillarse los dientes, omitiremos una innecesaria digresión, y procederemos a exponer el siguiente paso, para el que es necesario el retorno a la habitación en la que se va a dormir.

Ya dentro de la habitación referida anteriormente, el lector debe situarse a un costado de la cama y con una de sus manos asir uno de los extremos del tendido y halarlo suavemente hacia el lado opuesto a la cabecera (delante de la cual irá ubicada la cabeza) hasta abrir un resquicio diagonal por donde se introducirá el cuerpo agotado de la persona. Este proceso también se debe realizar con las cobijas y la sabana. Luego de que se haya finalizado ésta acción inaugural, la persona debe sentarse en el lado descubierto y, levantando ambas piernas a la altura del borde de la cama, virarlas de tal modo que queden sobre el colchón. Por último, el sujeto debe descender el torso y la cabeza procurando que la nuca repose sobre la almohada, mientras se recogen con las manos (en un movimiento opuesto al hecho para descubrir el espacio donde ahora se halla la persona) la sabana, las cobijas y el tendido hasta cubrir con ellas todo el cuerpo. Si todo esto se ha ejecutado con exactitud, la persona solo debe cerrar los ojos y procurar conseguir el sueño, para lo que se recomienda el conteo de ovejas ó la reproducción de música apacible y lenta.

lunes, 7 de mayo de 2012

Etat Second





La invención pura, la imaginación pura, es una falacia. Nada de lo que produce nuestra mente surge de la nada, todo lo que creamos se vale de algo ya preexistente, de una materia bruta almacenada y que está a la espera de que un momento de inspiración la moldee, de que una explosión creativa la saque a la luz y la haga bogar en la superficie de lo perceptible.

viernes, 2 de diciembre de 2011

The conference

People are complete shit

People are complete shit, you know. If there’s something that I have learned from society during my whole life, is that human beings aren’t of a good nature. They are mean, disrespectful, rude, disorganized, aggressive, egocentric, cruel and incapable of feeling true compassion towards others (short pause) however, the main problem of human beings is selfishness. Yeah, that is the mother of all the other shortcomings of the occidental man. You may find it funny, but it isn’t, at all. Because of selfishness, a person is capable of starting a long detrimental and self-destructive conflict that most of the times don’t involve a great reward. If you don’t believe me just ask Menelaus or Paris, they sure know what I’m talking about. (Medium pause, he walks a little)

But don’t get me wrong, I don’t want you to be insulted, although you probably aren’t. You are probably saying to yourself: “oh man, this guy is right, I’ve been interacting with people like that during my entire life.” Well I got news for you guys: we are all shit. And I want you all to be honest and self-critical with yourselves. I mean, let’s face it, western civilization has totally failed, that’s why we are eating Chinese food, reading about Indian beliefs, decorating our houses according to what a Feng-Shui manual says and practicing yoga three or four times a week. (Short pause and a smile) But let me tell you something: Those Asian guys are not doing so great either. They aren’t good people either; they are just like us, except that they are many more. (Short pause, gesticulate with hands) The point is that the whole human race is doomed. We have no hope. We are one diplomatic incident away from the end.

(Long long pause, walks to one side and other)

But you know… I don’t want to get dead serious; I just wanna talk, because talking is good. That’s what most of us is looking for, someone to talk with for the rest of our lives. And the funny thing about that search is that in the end, when we’ve been married for a while we don’t wanna talk with our partner about anything, unless it’s strictly necessary… (Changes his voice and emphasizes the dialogue with faces): “Hey honey, what do you want for dinner? –Whatever you want sweetheart; I don’t care- So Chinese food? -Again? -Then what? - Chicken -Chicken? Is that what you want for dinner?-Ugh, then do whatever you want, you always do it anyway…” (Short pause) That is what our lives become eventually: a tedious routine without any kind of excitement.

And we thought when we were young that growing old was going to be so much fun because we were going to be able to do everything we wanted to without asking permission. Well, listen to me kids, there’s really nothing to do when you are a grown up. There’s not a funnier stage of life than the one that includes childhood, adolescence and youth. I mean Tolstoy took the time to write a book about that phase… that’s gotta mean something. (short pause) And there isn’t any doubt about which of those three is the best one, because we all know that childhood is the greatest. When you hit puberty your life starts a long and horrible process that slowly leads you to death. You start having pimples, hair grows all over the place, you need to start developing techniques to hit on girls and you suddenly feel the need to be popular and loved.
(Emphasizes with his hand)

And talking about popularity, in life you can be one of three kinds of people: the guy who doesn’t know anyone and has no friends at all, the one that has many many friends and is incredibly successful and popular, or, and this one is the most common, a regular guy that can be successful and that has a considerable amount of friends, but just a few of them are real. I mean, life can be really sad: when you reach certain age, you realize that true friendship is something really hard to find and that most of the times it isn’t anything more than a poor mirage. (Short pause)It is. And it is because society runs on a plutocratic model: you only have friends as long as you have money. If you don’t believe me, then let me tell you a little personal experience: When I was at college I used to have this great friend, we were inseparable and after we graduated, we continued being best friends for many years. After graduating I started working in a big company and I rapidly started making great money. My Friend, however, wasn’t doing so well.  One night he came to my apartment, desperate and at the verge of crying. He told me he needed two thousand dollars and that he was completely broke. I lent him the money because he was my old Pal, my good friend and I really wanted to help him. And I remember that after I gave him the check he said to me: “Oh man, this is great, you are such a good person, the greatest friend a person could wish for, you don’t have to worry about anything, you now have me, I’ll do anything for you and I’ll do everything with you, you just relax, whenever and wherever you need me, just give me a call and I’ll be there for you, I really owe you one man”. (Medium pause, he moves again from one side to another) You see, to me life is like a Ferris Wheel; one moment you are at the top contemplating everything with a known complacency and the next one you are at the bottom, longing for the top. Sinatra sung about that like 50 years ago in That’s life and he was so right.

(Long pause, nodding and intensity in his look)

Nevertheless, the thing is that our friendship suffered a progressive alienation and we stopped talking with the same frequency that we used to. Time went on and because of one of those many contingencies that there are in life, that big company where I worked and in which I had ascended to a pretty good position, went broke and I lost my job. And that’s terrible; I mean, try to picture yourselves in my position, you have a wife and two children to feed and without any incomes, just your life savings. So what do you do? You just call your old pal, your good friend that is now doing great and who, in his words, “owes you one”. You invite him for lunch and over there you tell him the story. He looks at you with a peculiar mix of pity and hidden indifference. He tells you that he doesn’t have the money at the time, but that he will make a few calls to see what he can do for you. You go back home pretty unmotivated and completely helpless. Two weeks later you hear from the mouth of a friend of your wife who happens to be also a friend of your old pal’s wife that: that good friend of yours recently bought a house on the beach and that he is going on a cruise through the Bahamas for summer vacations.(short pause and slow nodding) And that after he told you 5 years ago that he will do anything for you and everything with you, that you just needed to call him and he’ll be there for you. Well, he really owed you one because he never even paid you the money you lent him. (Short pause, Looks down and up)

Time goes by again. Three years have passed since that incident, you are back on your feet and you are doing better than before. You just bought a great apartment downtown and a beautiful summer house in Boca. You have never felt happier in your life. Suddenly, one Saturday, someone calls you close to midnight. (Short pause) yeah, it’s your old pal. He needs you to lend him some money, he is completely broke and about to lose his house. You meet him Monday morning, he explains it everything to you. You hear him, but the whole time you are thinking that now you are the one who has the upper hand. He let you down when you most needed him and now he has the nerve to ask you for money again? You already helped him once, why should you help him again? After all he acted like an asshole last time. (He makes a face) But because you are a good person, you will give him the money; you want to make a gesture of greatness so you can be in a higher moral position. At the same time, you just wanna make sure that he is not going to avoid his promises again and you make him sign a promissory, so this time you can have a written document that can be valid in a national law court. You know that you will never use it but you want him to ponder his behavior. (Short pause, looks down and leans a little bit) You people might think that I was an idiot, but I just never forget that life is like a Ferris wheel. And if I might be on the bottom again, I hope that my old pal will remember that I helped him twice and that he now owes me two. (Leans forward and smiles, not because of happiness or satisfaction about his speech but for the joy of ending)