martes, 1 de junio de 2021

Poetisa floral

Procurar ser lírica en la prosa no es tarea fácil. Ser lírica nunca es fácil. Una mira el cielo nocturno desde la ventanilla de un avión y le vibran la piernas, siente un temblor foráneo en las venas, y quiere expresarlo, dejar que las palabras lancen destellos entre lo nebuloso del pensamiento, como los relámpagos por los que se sobrevuela míticamente, mientras se contemplan a través de la lluvia crispada las estrellas recortadas contra la roca antigua de la noche. ¿Dónde está la poesía dentro de mí? Ansío que aparezca la Ninfa y me seduzca, me vaya tentando desde la planta de los pies hasta la corona de la cabeza, con una caricia sedosa y profunda, desatando tal embeleso en mí que me sea inevitable lanzarme al vacío de la creación. No deseo tocar acá lo divino. Suficientemente etéreo es ya el saber que se vuela por encima de las nubes y que por debajo de la panza del avión salen como pistilos de una flor relámpagos tenaces, tan ávidos de caer como yo. Algunos dirían que la poesía no está en el pensar sino en la posesión. Y yo, sólo contemplo y elucubro nimiedades como una tejedora de antaño, como el tiempo que hila las horas y las vidas en un mismo tejido universal. Viejos hábitos de prosista. Ese tal vez sea mi error. De pronto debo entregarme al ardor que siento en la entrañas, no temer, lanzarme y abrir los brazos de par en par y creer en que se volará antes de estrellarse, deseando con la religiosidad de un verdadero creyente que no se corra con la suerte de Ícaro. Una está llena de impresiones, de imágenes que la conmovieron otrora, y tiene siempre la ilusión de que algún día se dé el aterrizaje sublime y empiecen todas a cristalizarse una tras otra en una melodía embriagante e inescapable, en una épica húmeda de eufonías y retazos vibrantes que todo lo toque y todo lo diga. Por eso trato de hilvanar sensaciones pensando lo menos posible, asechando la nuez que no se rompe, es ese el alto desafío que me agobia, sin ánimo de ponerme griega o acudir a un vocabulario que fácilmente haría lírico lo simplón, la amarga impresión de trozos de la noche sobre la ebúrnea fugacidad de las palabras, es toda frase un fuego fatuo que arde y se levanta del cuerpo yerto de mi prosa, dejo que un jazz lejano melódicamente relampaguee en mi anhelo poético, abro los brazos de nuevo y aspiro a que un hálito tibio haga de ellos plumíferos instrumentos de amor, que la música del ensueño siga acercándome al sol enorme de la poética elusiva, volar tan cerca como sea posible, transgredir mi forma habitual de escribir y abandonar toda seguridad y toda precisión, entregarse al caudal de las palabras y navegar por el delta marrón en el que la majestuosidad de la poesía pretende endulzar la salada vastedad de este mar prosaico y frío, en el que ni los pingüinos tiernos que consuelan las musas abandonadas por el océano de escritores infames se atreverían jamás a nadar, como lo hace por el cielo este avión trémulo y osado en cuya metálica armazón ninguna flor logra exhibir brillante su fragancia sempiterna e inefable, son entonces mis dedos el barco que rompe el agua hacia dentro cuando allende la costa está la joya primigenia, el escondite audaz de los suspiros, la arena debajo del remate de las columnas aún erguidas en la fachada del mundo, la embocadura y la desembocadura  fulgurante donde el fénix empolla en secreto sus huevos sin muerte y sin tiempo.

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