Es
difícil saber lo que significa ser latinoamericano. Muchos hablan de ello, lo
dicen en la radio, en la televisión y hasta en el cine. Está viendo uno un
partido de fútbol y sueltan la frase, con desparpajo, sin dárseles nada,
asumiendo la complicidad del otro lado de la trasmisión: somos
latinoamericanos. Entonces nace una mezcla, una superposición de imágenes, de
acentos, de colores y costumbres. Resulta que puedo estar caminando por la
Avenida 9 de Julio en Buenos Aires y de golpe dar vuelta en la esquina y entrar
en la Avenida Caracas de Bogotá y tras andar un poco ingresar a una casa que lo
mismo puede ser una residencia en Roma-Condesa que en Barrio La Ronda, subir
hasta la habitación principal, asomarse por el balcón volado y quedarse viendo
el mar desde el otro lado del malecón habanero. Y es como si con esa brisa
cadenciosa se estuviera aspirando una misma fragancia continental que atiza las
venas, un sentimiento iridiscente que viaja de la Patagonia hasta Tijuana
haciendo escala en cada vericueto del camino para enriquecerse con sendos
aromas.
Suena
todo muy bonito, muy poético, sí, emociona, pero a muchos eso no los convence.
Alguna vez se dijo que quienes viven en las fronteras son los que mejor
comprenden lo que es ser latinoamericano. Mas cómo es posible que se tenga la
osadía de aglutinarlos a todos así, de que se haga semejante cóctel pesado, un
batiburrillo demagógico que suena a lugar común, a muletilla de discurso diplomático.
Se habla de una misma raza, un mismo color, una cosmovisión compartida, y es
ridículo escucharlo cuando hay al menos 671 pueblos indígenas en América Latina,
tantos que podrían repartirse de a tres cada nación del planeta tierra. Este es
un continente plagado de criollos, amerindios, mestizos, mulatos, negros,
zambos, judíos e inmigrantes variados. Luego, ¿a qué obedece esa costumbre de
meterlos a todos en la misma bolsa? Es equivalente a que en el mercado se
tomara todo tipo de frutas y a la hora de pagar, la cajera no registrara una
por una, sino que sólo cobrara por un talego de frutas.
A
otros les gusta fijar el punto de encuentro en el panorama socioeconómico y
aseguran que el continente entero se enfrenta a retos iguales, que se trata de
sortear idénticos escollos en el camino hacia el desarrollo, que la carcoma de
la pobreza se esparce indistintamente a lo largo del revolver magnum que es
Latinoamérica. Para quienes estipulan las metas del milenio, sentados con
incomparable gravedad en sus sillones neoyorkinos, no hay diferencia entre Perú
y Colombia, pues ambos se enfrentan a indicadores de desigualdad parecidos y no
faltará el gringo que si alguna vez escucha los nombres de García Márquez,
Vargas Llosa y Fuentes los clasificará a los tres como mexicanos. Han querido
borrar nuestras diferencias porque así se simplifica grandemente la comprensión
de nuestra vasta realidad y es más práctica la exigencia de resultados en
materia comercial y económica. Dominar países de idiosincrasias disimiles no es
nada fácil, testigos ilustres Napoleón y Hitler, y por eso la generalización, el
rótulo de emergentes, el uniforme estrafalario del mestizo folklórico, el
allanamiento total de la topografía fértil de nuestra cultura.
Es
aquí donde entran el arte, la música, la literatura. Y sobre todo esta última,
esta noble disciplina sin rigidez que nos orienta a la imaginación, al juego
del lenguaje, a la exploración de la realidad que nos contiene. La lectura de
los escritores de nuestro continente supone una reivindicación de identidades
propias, se da uno cuenta que no es lo mismo ser venezolano que guatemalteco o
chileno, porque no es lo mismo leer a Rómulo Gallego que a Asturias o Mistral.
Cuando un escritor se decide a publicar una obra suya, de forma directa o
indirecta está reclamándole algo a su lector, lo invita a algo más que a romper
con la lógica del espacio-tiempo, lo invita a dar un salto, una zambullida, una
pirueta, porque en cuanto pasa a circular en las librerías el texto se hace
alarma, sobresalto, ruptura, indicio, señal, soflama. Bien lo dijo en su
momento Cortázar, nos arde un fuego inventado, una incandescente tura, un
artilugio de la raza… ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre?
De
todos modos nos entregamos, todos lo hacemos sin excepción, preferimos el
producto de otras culturas, importamos nuestra identidad llevados por una
conducta inconcebiblemente anti-chovinista, caemos en el acogimiento de hábitos
foráneos, abrazamos con velocidad sueños sin pertenencia ni pertinencia. No
está mal que se dé la natural evolución de las costumbres, que haya una adaptación
al mundo actual, ni que se busque un derrotero menos aciago para acabar con la pobreza
endémica que nos corroe. Lo que está mal y lo que pocos advierten es que
nuestra pobreza no es consecuencia de la distancia cultural que hay con el
primer mundo, sino justamente lo contrario. Hay primero una pobreza espiritual
y cultural que impide que entremos en la senda del progreso, desconocemos
quienes somos y de dónde venimos, hemos buscado abolir sin reservas lo que nos
caracteriza por considerarlo inferior y menospreciable. Sentimos que otros nos
van a venir a solucionar nuestros problemas con herramientas diseñadas para los
de ellos y no nos esforzamos en encontrarle la vuelta nosotros mismos, nos
hemos convencido de que todo lo de ellos es invariablemente mejor, hasta la
mafia (más elegante y más fina). Dejamos que los alfareros de las costumbres y
culturas de otros nos hagan las nuestras, un paternalismo que trasciende lo
comercial, político y económico, tan incapaces nos sentimos que hasta dejamos
que nos digan quienes somos y qué representamos para el mundo. Ajenos a nuestra
realidad, cedemos sin intermisión a la marea que arremete desde el extranjero,
le damos la espalda a lo que somos y vamos en busca de lo que buscan en otro
lado, emulamos sus pasos como un niño con su hermano mayor.
¿Entonces
por qué no volcarnos de nuevo sobre lo que hicieron los precursores de esta
tierra? Habrá que sumergirse en el mito del Popol Vuh, dejarse llevar por el
asombro de los cronistas que se adentraron en este continente, conocer el Perú
en los textos de Garcilaso de la Vega, empaparse de los moldeadores de la
lengua como Cervantes, Quevedo y Góngora, reconocer en el Lazarillo de Tormes y
en La Celestina la picardía que tanto nos identifica, darse cuenta de que la
teatralidad que con tanta frecuencia nos cautiva en las calles o en las
anécdotas cotidianas no tiene otra fuente que las obras de Tirso, Calderón y
Lope. La diversión que puede encontrarse en el costumbrismo colombiano de Tomás
Carrasquilla y José María Cordobés no tiene parangón. Tampoco lo tiene la
belleza embriagante de la poesía de Mistral ni el encanto de los versos con que
mirificaba nuestra realidad Pablo Neruda ni la fuerza intelectual que se
advierte en la literatura fantástica y cultivada de Jorge Luis Borges. Para
rematarlo todo hay que dejarse envolver por la explosión creativa que
formidablemente nos entregaron luego Vargas Llosa, García Márquez, Carlos
Fuentes y Julio Cortázar, reformadores de la técnica narrativa universal,
amantes empedernidos de la lengua, rescatistas egregios del verdadero tesoro
que alberga este continente convulso: su gente.
Ser
latinoamericano no es renunciar a ser ecuatoriano o boliviano, no, es saber
justamente que esa mezcla que con dolo han querido hacer de nuestros países es
una tentativa risible, porque cada uno de nosotros es un mezcla en sí misma. Lo
que nos une en el fondo es el hecho de que a lo largo de la historia las
fronteras políticas, raciales, económicas y soberanas han sido difusas, que es
cierto que no hay una distancia abismal entre un futbolista argentino y un
poeta mexicano, que a los dos los recorre un fuego sin imagen que lame las
piedras y acecha en los vanos de las puertas, uno y otro, ellos y nosotros,
desconocemos cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que
se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias
pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta
calcinarnos.
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