lunes, 8 de noviembre de 2010

El Nobel de todo un continente

Terminé de leer uno de los mejores libros de todos los tiempos semanas antes de que al peruano Mario Vargas Llosa le fuera comunicado por teléfono que era el nuevo Nobel de literatura. Ese libro es La guerra del fin del mundo, un libro con un poder de persuasión tan vigoroso que es imposible no verse arrojado a ese universo que el escritor ha creado con asaz maestría. Su prosa clara, su estilo extraordinario, sus artificiosas técnicas narrativas, y su trasfondo cultural e histórico, hacen de esta portentosa obra uno de esos deleites literarios que son tan difíciles de encontrar en las librerías cuyos estantes se ven, casi siempre, rebosados de tantos malos novelistas.

Y si bien es cierto que la literatura no debe ser medida en ningún momento, ya que los parámetros para hacerlo son eternamente debatibles, si es posible advertir cuando una obra ha sido producto de un esfuerzo continuo y una vocación entregada que han dado como resultado una historia concreta y seria, en lugar de una historia trivial o superflua. Es por esta razón, principalmente, que muchos escritores se pierden en la senda escabrosa del escritor, porque no son capaces de sobrellevar la carga abrumadora de esa dedicación perpetua que implica la profesión. “Escribir es un trabajo” afirma el Nobel en una de las tantas entrevistas que ha dado a los periodistas del mundo. Y no hay duda alguna de que esta afirmación se ve reflejada en su vasta obra, dentro de la cual se hallan novelas como La fiesta del chivo (2000), La casa verde (1966), Conversación en La Catedral (1969), y su única novela policiaca ¿Quién mato a Palomino Molero? (1986), por nombrar sólo algunas. Todas ellas de un valor literario e histórico imprescindible y que conforman junto con otras tantas obras maestras del siglo XX, un patrimonio hispanoamericano invaluable, comparable solamente al esplendor griego de Homero y Sófocles, al Siglo de Oro de Cervantes y Quevedo, a la era isabelina de Marlowe y Shakespeare, al modernismo europeo de Proust y Joyce, o a la generación de los maestros rusos de Tolstoi y Dostoievski.

Épocas, movimientos, generaciones enteras marcadas por unas realidades sociales y culturales irrepetibles. Acaso por ello, cuando una nación o un continente vive una situación crítica surgen plumas incomparables, como ocurrió justamente en Latinoamérica durante lo que por tantos años hemos denominado Boom, que no es más que un periodo en el cual la desigualdad social, la desestabilización democrática, el surgimiento de grupos insurrectos, el incremento vertiginoso de exiliados debido a las persecuciones políticas por parte de los regímenes autoritarios, y el aumento exponencial de la violencia y la pobreza, proporcionaron la inspiración suficiente para un pequeño grupo de escogidos que con su lucidez e intelecto internacionalizaron la voz de todo un subcontinente. Escritores de la talla de Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, y el mismo Mario Vargas Llosa, el más joven de todos, que dieron a conocer a todo el mundo nuestras angustias, aspiraciones, temores, estragos, y sufrimientos más esenciales. Que de todos estos grandes escritores solo dos hayan logrado alzarse con el máximo reconocimiento literario, no es, de forma alguna, una subestimación al enorme talento de los demás, sino una prueba refulgente de que la academia sueca aún no ha logrado establecer parámetros precisos e infalibles, pues estas no son las únicas omisiones graves que han cometido. Grandes autores clásicos del siglo XX no fueron condecorados con el galardón como es el caso de Kafka, Joyce, Tolstoi, Proust, Zola, y Valéry. Y si estos magníficos escritores europeos considerados por la crítica literaria como los gurús de la literatura moderna no fueron premiados, ¿porque necesitarían serlo los escritores del Boom para que se consoliden en el ámbito literario? No lo necesitaron. El Nobel es simplemente un reconocimiento más, quizá el de mayor renombre, pero de ninguna manera fundamental para el escritor. Llosa, por ejemplo, ha manifestado varias veces que no es sano para el espíritu del escritor pensar en el Nobel. Y es cierto. No es sano porque desestimula la frescura y naturalidad literaria, y por el contrario estimula subconscientemente una ambición irracional por el éxito, que termina por apagar más temprano que tarde la lumbre espontanea con que han logrado trascender los grandes autores.

Ahora, todo esto no significa que Mario Vargas Llosa no deba emocionarse por el reconocimiento. De hecho, es bien sabido que nadie a excepción de Sartre (voluntariamente) y Pasternak (obligado por la dictadura soviética) han rechazado el premio. Por ello el peruano debe sentirse orgulloso de que este año por fin le haya sido otorgado el galardón que desde hace tanto estaba esperando, porque escritores como Faulkner, Hemingway, Tagore, T.S Eliot, Mann, Hesse, Camus, Kipling, García Márquez… se han parado donde él se parara en diciembre para recibir el diploma y la medalla, y eso es, sencillamente, un honor inmenso. Y por eso la alegría que hoy vive el peruano nacido en Arequipa aquel 28 de marzo de 1936 y que en la década del 60 se hizo famoso con La ciudad y los perros –para muchos su obra maestra aunque para mí lo es La guerra del fin del mundo– es una alegría que repercute en toda América Latina. Al fin dieron fruto sus “mudas”, sus “contrapuntos”, y sus “vasos comunicantes”.     

Sin embargo, lo más importante en este momento es que el peruano tenga muy claro que el premio no le ha sido entregado solamente, «por su cartografía de las estructuras del poder y sus imágenes mordaces de la resistencia del individuo, su rebelión y su derrota», sino también por ese matrimonio de imaginación literaria y moral pública, como afirmó su hijo, el también escritor Álvaro Vargas Llosa. Pero sobretodo se le ha entregado como un reconocimiento a aquella lista mítica que tantas tribulaciones vivieron en París y que tanto auge tuvo en la segunda mitad del siglo XX, logrando por medio del poder de sus letras ser una de las voces de nuestro continente.


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