lunes, 22 de noviembre de 2010

sábado, 20 de noviembre de 2010

El Tiempo y el Espacio


Los Años golpean fuertemente a las almas desoladas y arrasan con todas ellas hasta devastarlas y soterrarlas en los terrenos más lúgubres de la tierra. El espacio oprime los cuerpos y estos se resisten con un estoicismo mítico que acaba por doblegarse y esfumarse como un cachorro aterrado. Y juntos, el tiempo y el espacio, reducen la existencia humana a un experimento en el que los dioses son los científicos y los humanos, intrascendentes ratones de laboratorio. Y con cada año que discurre, estamos cada vez menos seguros de quiénes somos y de porque somos lo que somos;  solo corremos espantados hacia un lado y hacia otro, por caminos misteriosos y obscuros como un hoyo negro.

Lo peor es que esas preguntas parecen tener menos respuestas a medida que nuestra vida, nave intergaláctica, se va alejando de aquel tiempo en que nacimos y se va acercando cada vez más a ese paraje incierto de la muerte. Años luz separan ambos extremos, pero existen atajos capaces de reducir aquellas distancias y transformarlas en una simple caminata nocturna por un barrio peligroso o un viaje en un ómnibus que desciende por una pendiente angosta y sin parapetos. A veces se ven reducidos a su expresión más mínima, y llegan a ser tan lacónicos que pueden ser recorridos en la inmovilidad de la soledad, recorridos mientras se lee la prensa sentado en un escaño de un parque publico.

Lo importante de todo esto es entender que un año más de vida no es motivo de celebración ni de lamentos, es sólo un hecho que llena inexplicablemente de euforia los corazones ingenuos, pues por un momento los distrae de los óbices, como el tiempo y el espacio, que se interponen entre ellos y la existencia más libérrima.    

lunes, 15 de noviembre de 2010

lunes, 8 de noviembre de 2010

Una particula, un instante, y una misma respuesta

Cada vez que llueve de noche me acuerdo de los pobres vagabundos, aquellos que parecen estar destinados a deambular errantes por las calles más sucias y más tristes del mundo. Y me acuerdo de los niños que crecen sin padres, comida, amparo o techo. Me acuerdo de los negros que están pagando las esquirlas de la esclavitud de otros siglos. Me acuerdo de los pobres viejos que ya ni fuerzas tienen para sublevarse en contra del sistema. Me acuerdo de todos los que tienen que soportar el frio desgarrador de la soledad y la decadencia, del hambre y la pobreza, de las humillaciones y desidias de una sociedad que los repugna con todas su fuerzas. Y todos esos recuerdos me perforan el corazón hasta hacer de él un túnel sin fondo y sin comienzo.

Y justamente eso: un comienzo.

Todo comienza con el comienzo mismo. Un cataclismo de energías que colisionan en el vacío . Una explosión que desata la locura más infausta jamás vista por las deidades del Olimpo. Un, ¡boom!, y ahí están los planetas, los humanos y los días. Y ahí están el tiempo, el espacio, y la vida; la naturaleza, la maldad y la codicia; la perfidia, la herejía y la envidia; la alegría, la fe, el fervor, la miseria y la esperanza eterna. Porque desde que existimos ha habido desequilibrio. Porque sin importar cuantas veces recomencemos, el desarrollo será siempre el mismo. Porque eso somos, humanos sin destino y sin origen.

A veces me pregunto, ¿qué pasaría si una de esas partículas de polvo que flotan en el aire que respiro fuese un universo entero, diminuto y vasto, invisible ante los lentes de los microscopios más potentes? Si dentro de ella hubiese mil galaxias o mil millones de planetas. Si dentro de ella existiesen humanos que se hacen la misma pregunta que yo y que en este mismo instante la escriben también en un papel blanco que encontraron bajo una lámpara amarilla. Si en ella hubiesen mundos con sociedades y lenguajes como los nuestros. Si hubiese alguien con mi aspecto, mi nombre y mis costumbres; con mi acento, mis angustias, y mis mismos pensamientos pasajeros. ¿Cómo sería nuestro universo si cada partícula fuese un universo distinto y paralelo al nuestro?

La misma pregunta me hago con los vagabundos; con los niños que conviven diariamente con el pauperismo de las calles; con los negros rezagados por la discriminación más absurda e inicua de todas; con los ancianos famélicos y fláccidos que aguardan por la muerte bajo dos cartones viejos y una luna llena que los observa sin descanso. ¿Cómo seríamos si nadie fuese nadie y todos fuésemos un solo y poderoso todo? ¿Cómo sería nuestro mundo si cada hombre sobre la tierra fuese único y al mismo tiempo semejante a cada hombre?

Me divierto tanto imaginándome un mundo donde esa premisa no es solo un sueño socialista, sino una realidad histórica, donde cada ser humano tiene derecho a todo y a nada, y donde cada ser humano vive libremente y sin presiones de ningún tipo. Y es tan divertido preguntarme al son del golpeteo de la lluvia en mi ventana, ¿qué pasaría si, del mismo modo en que las partículas de polvo son un universo, fuese igualmente nuestro propio universo una partícula de polvo que flota frente a los ojos de alguien que se hace la misma pregunta que yo me hago en este instante?

Y la respuesta es siempre la misma.

El Nobel de todo un continente

Terminé de leer uno de los mejores libros de todos los tiempos semanas antes de que al peruano Mario Vargas Llosa le fuera comunicado por teléfono que era el nuevo Nobel de literatura. Ese libro es La guerra del fin del mundo, un libro con un poder de persuasión tan vigoroso que es imposible no verse arrojado a ese universo que el escritor ha creado con asaz maestría. Su prosa clara, su estilo extraordinario, sus artificiosas técnicas narrativas, y su trasfondo cultural e histórico, hacen de esta portentosa obra uno de esos deleites literarios que son tan difíciles de encontrar en las librerías cuyos estantes se ven, casi siempre, rebosados de tantos malos novelistas.

Y si bien es cierto que la literatura no debe ser medida en ningún momento, ya que los parámetros para hacerlo son eternamente debatibles, si es posible advertir cuando una obra ha sido producto de un esfuerzo continuo y una vocación entregada que han dado como resultado una historia concreta y seria, en lugar de una historia trivial o superflua. Es por esta razón, principalmente, que muchos escritores se pierden en la senda escabrosa del escritor, porque no son capaces de sobrellevar la carga abrumadora de esa dedicación perpetua que implica la profesión. “Escribir es un trabajo” afirma el Nobel en una de las tantas entrevistas que ha dado a los periodistas del mundo. Y no hay duda alguna de que esta afirmación se ve reflejada en su vasta obra, dentro de la cual se hallan novelas como La fiesta del chivo (2000), La casa verde (1966), Conversación en La Catedral (1969), y su única novela policiaca ¿Quién mato a Palomino Molero? (1986), por nombrar sólo algunas. Todas ellas de un valor literario e histórico imprescindible y que conforman junto con otras tantas obras maestras del siglo XX, un patrimonio hispanoamericano invaluable, comparable solamente al esplendor griego de Homero y Sófocles, al Siglo de Oro de Cervantes y Quevedo, a la era isabelina de Marlowe y Shakespeare, al modernismo europeo de Proust y Joyce, o a la generación de los maestros rusos de Tolstoi y Dostoievski.

Épocas, movimientos, generaciones enteras marcadas por unas realidades sociales y culturales irrepetibles. Acaso por ello, cuando una nación o un continente vive una situación crítica surgen plumas incomparables, como ocurrió justamente en Latinoamérica durante lo que por tantos años hemos denominado Boom, que no es más que un periodo en el cual la desigualdad social, la desestabilización democrática, el surgimiento de grupos insurrectos, el incremento vertiginoso de exiliados debido a las persecuciones políticas por parte de los regímenes autoritarios, y el aumento exponencial de la violencia y la pobreza, proporcionaron la inspiración suficiente para un pequeño grupo de escogidos que con su lucidez e intelecto internacionalizaron la voz de todo un subcontinente. Escritores de la talla de Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, y el mismo Mario Vargas Llosa, el más joven de todos, que dieron a conocer a todo el mundo nuestras angustias, aspiraciones, temores, estragos, y sufrimientos más esenciales. Que de todos estos grandes escritores solo dos hayan logrado alzarse con el máximo reconocimiento literario, no es, de forma alguna, una subestimación al enorme talento de los demás, sino una prueba refulgente de que la academia sueca aún no ha logrado establecer parámetros precisos e infalibles, pues estas no son las únicas omisiones graves que han cometido. Grandes autores clásicos del siglo XX no fueron condecorados con el galardón como es el caso de Kafka, Joyce, Tolstoi, Proust, Zola, y Valéry. Y si estos magníficos escritores europeos considerados por la crítica literaria como los gurús de la literatura moderna no fueron premiados, ¿porque necesitarían serlo los escritores del Boom para que se consoliden en el ámbito literario? No lo necesitaron. El Nobel es simplemente un reconocimiento más, quizá el de mayor renombre, pero de ninguna manera fundamental para el escritor. Llosa, por ejemplo, ha manifestado varias veces que no es sano para el espíritu del escritor pensar en el Nobel. Y es cierto. No es sano porque desestimula la frescura y naturalidad literaria, y por el contrario estimula subconscientemente una ambición irracional por el éxito, que termina por apagar más temprano que tarde la lumbre espontanea con que han logrado trascender los grandes autores.

Ahora, todo esto no significa que Mario Vargas Llosa no deba emocionarse por el reconocimiento. De hecho, es bien sabido que nadie a excepción de Sartre (voluntariamente) y Pasternak (obligado por la dictadura soviética) han rechazado el premio. Por ello el peruano debe sentirse orgulloso de que este año por fin le haya sido otorgado el galardón que desde hace tanto estaba esperando, porque escritores como Faulkner, Hemingway, Tagore, T.S Eliot, Mann, Hesse, Camus, Kipling, García Márquez… se han parado donde él se parara en diciembre para recibir el diploma y la medalla, y eso es, sencillamente, un honor inmenso. Y por eso la alegría que hoy vive el peruano nacido en Arequipa aquel 28 de marzo de 1936 y que en la década del 60 se hizo famoso con La ciudad y los perros –para muchos su obra maestra aunque para mí lo es La guerra del fin del mundo– es una alegría que repercute en toda América Latina. Al fin dieron fruto sus “mudas”, sus “contrapuntos”, y sus “vasos comunicantes”.     

Sin embargo, lo más importante en este momento es que el peruano tenga muy claro que el premio no le ha sido entregado solamente, «por su cartografía de las estructuras del poder y sus imágenes mordaces de la resistencia del individuo, su rebelión y su derrota», sino también por ese matrimonio de imaginación literaria y moral pública, como afirmó su hijo, el también escritor Álvaro Vargas Llosa. Pero sobretodo se le ha entregado como un reconocimiento a aquella lista mítica que tantas tribulaciones vivieron en París y que tanto auge tuvo en la segunda mitad del siglo XX, logrando por medio del poder de sus letras ser una de las voces de nuestro continente.