domingo, 10 de julio de 2016

Cóctel tornasolado


Es difícil saber lo que significa ser latinoamericano. Muchos hablan de ello, lo dicen en la radio, en la televisión y hasta en el cine. Está viendo uno un partido de fútbol y sueltan la frase, con desparpajo, sin dárseles nada, asumiendo la complicidad del otro lado de la trasmisión: somos latinoamericanos. Entonces nace una mezcla, una superposición de imágenes, de acentos, de colores y costumbres. Resulta que puedo estar caminando por la Avenida 9 de Julio en Buenos Aires y de golpe dar vuelta en la esquina y entrar en la Avenida Caracas de Bogotá y tras andar un poco ingresar a una casa que lo mismo puede ser una residencia en Roma-Condesa que en Barrio La Ronda, subir hasta la habitación principal, asomarse por el balcón volado y quedarse viendo el mar desde el otro lado del malecón habanero. Y es como si con esa brisa cadenciosa se estuviera aspirando una misma fragancia continental que atiza las venas, un sentimiento iridiscente que viaja de la Patagonia hasta Tijuana haciendo escala en cada vericueto del camino para enriquecerse con sendos aromas.

Suena todo muy bonito, muy poético, sí, emociona, pero a muchos eso no los convence. Alguna vez se dijo que quienes viven en las fronteras son los que mejor comprenden lo que es ser latinoamericano. Mas cómo es posible que se tenga la osadía de aglutinarlos a todos así, de que se haga semejante cóctel pesado, un batiburrillo demagógico que suena a lugar común, a muletilla de discurso diplomático. Se habla de una misma raza, un mismo color, una cosmovisión compartida, y es ridículo escucharlo cuando hay al menos 671 pueblos indígenas en América Latina, tantos que podrían repartirse de a tres cada nación del planeta tierra. Este es un continente plagado de criollos, amerindios, mestizos, mulatos, negros, zambos, judíos e inmigrantes variados. Luego, ¿a qué obedece esa costumbre de meterlos a todos en la misma bolsa? Es equivalente a que en el mercado se tomara todo tipo de frutas y a la hora de pagar, la cajera no registrara una por una, sino que sólo cobrara por un talego de frutas.

A otros les gusta fijar el punto de encuentro en el panorama socioeconómico y aseguran que el continente entero se enfrenta a retos iguales, que se trata de sortear idénticos escollos en el camino hacia el desarrollo, que la carcoma de la pobreza se esparce indistintamente a lo largo del revolver magnum que es Latinoamérica. Para quienes estipulan las metas del milenio, sentados con incomparable gravedad en sus sillones neoyorkinos, no hay diferencia entre Perú y Colombia, pues ambos se enfrentan a indicadores de desigualdad parecidos y no faltará el gringo que si alguna vez escucha los nombres de García Márquez, Vargas Llosa y Fuentes los clasificará a los tres como mexicanos. Han querido borrar nuestras diferencias porque así se simplifica grandemente la comprensión de nuestra vasta realidad y es más práctica la exigencia de resultados en materia comercial y económica. Dominar países de idiosincrasias disimiles no es nada fácil, testigos ilustres Napoleón y Hitler, y por eso la generalización, el rótulo de emergentes, el uniforme estrafalario del mestizo folklórico, el allanamiento total de la topografía fértil de nuestra cultura.

Es aquí donde entran el arte, la música, la literatura. Y sobre todo esta última, esta noble disciplina sin rigidez que nos orienta a la imaginación, al juego del lenguaje, a la exploración de la realidad que nos contiene. La lectura de los escritores de nuestro continente supone una reivindicación de identidades propias, se da uno cuenta que no es lo mismo ser venezolano que guatemalteco o chileno, porque no es lo mismo leer a Rómulo Gallego que a Asturias o Mistral. Cuando un escritor se decide a publicar una obra suya, de forma directa o indirecta está reclamándole algo a su lector, lo invita a algo más que a romper con la lógica del espacio-tiempo, lo invita a dar un salto, una zambullida, una pirueta, porque en cuanto pasa a circular en las librerías el texto se hace alarma, sobresalto, ruptura, indicio, señal, soflama. Bien lo dijo en su momento Cortázar, nos arde un fuego inventado, una incandescente tura, un artilugio de la raza… ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre?

De todos modos nos entregamos, todos lo hacemos sin excepción, preferimos el producto de otras culturas, importamos nuestra identidad llevados por una conducta inconcebiblemente anti-chovinista, caemos en el acogimiento de hábitos foráneos, abrazamos con velocidad sueños sin pertenencia ni pertinencia. No está mal que se dé la natural evolución de las costumbres, que haya una adaptación al mundo actual, ni que se busque un derrotero menos aciago para acabar con la pobreza endémica que nos corroe. Lo que está mal y lo que pocos advierten es que nuestra pobreza no es consecuencia de la distancia cultural que hay con el primer mundo, sino justamente lo contrario. Hay primero una pobreza espiritual y cultural que impide que entremos en la senda del progreso, desconocemos quienes somos y de dónde venimos, hemos buscado abolir sin reservas lo que nos caracteriza por considerarlo inferior y menospreciable. Sentimos que otros nos van a venir a solucionar nuestros problemas con herramientas diseñadas para los de ellos y no nos esforzamos en encontrarle la vuelta nosotros mismos, nos hemos convencido de que todo lo de ellos es invariablemente mejor, hasta la mafia (más elegante y más fina). Dejamos que los alfareros de las costumbres y culturas de otros nos hagan las nuestras, un paternalismo que trasciende lo comercial, político y económico, tan incapaces nos sentimos que hasta dejamos que nos digan quienes somos y qué representamos para el mundo. Ajenos a nuestra realidad, cedemos sin intermisión a la marea que arremete desde el extranjero, le damos la espalda a lo que somos y vamos en busca de lo que buscan en otro lado, emulamos sus pasos como un niño con su hermano mayor.

¿Entonces por qué no volcarnos de nuevo sobre lo que hicieron los precursores de esta tierra? Habrá que sumergirse en el mito del Popol Vuh, dejarse llevar por el asombro de los cronistas que se adentraron en este continente, conocer el Perú en los textos de Garcilaso de la Vega, empaparse de los moldeadores de la lengua como Cervantes, Quevedo y Góngora, reconocer en el Lazarillo de Tormes y en La Celestina la picardía que tanto nos identifica, darse cuenta de que la teatralidad que con tanta frecuencia nos cautiva en las calles o en las anécdotas cotidianas no tiene otra fuente que las obras de Tirso, Calderón y Lope. La diversión que puede encontrarse en el costumbrismo colombiano de Tomás Carrasquilla y José María Cordobés no tiene parangón. Tampoco lo tiene la belleza embriagante de la poesía de Mistral ni el encanto de los versos con que mirificaba nuestra realidad Pablo Neruda ni la fuerza intelectual que se advierte en la literatura fantástica y cultivada de Jorge Luis Borges. Para rematarlo todo hay que dejarse envolver por la explosión creativa que formidablemente nos entregaron luego Vargas Llosa, García Márquez, Carlos Fuentes y Julio Cortázar, reformadores de la técnica narrativa universal, amantes empedernidos de la lengua, rescatistas egregios del verdadero tesoro que alberga este continente convulso: su gente.


Ser latinoamericano no es renunciar a ser ecuatoriano o boliviano, no, es saber justamente que esa mezcla que con dolo han querido hacer de nuestros países es una tentativa risible, porque cada uno de nosotros es un mezcla en sí misma. Lo que nos une en el fondo es el hecho de que a lo largo de la historia las fronteras políticas, raciales, económicas y soberanas han sido difusas, que es cierto que no hay una distancia abismal entre un futbolista argentino y un poeta mexicano, que a los dos los recorre un fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, uno y otro, ellos y nosotros, desconocemos cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce que prosigue, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos.

miércoles, 24 de febrero de 2016

Gotas notables

Cada gota que cae sobre el asfalto es como una nota que se descubre.
Agazapadas y anhelantes las gotas en el mutismo del sol, 
la panza del estrato es escindida
para que se despeñen con melodía hasta su fin.
Silente espera el mugre a su mártir 
y ¡PLAF!
los recién desposados ruedan tristes al desagüe.

Música oye el ciego,
febril es el aire que prosigue,
hiede a quebranto,
apoteósico teatro para el sordo.

Y las gotas suenan,
como notas cantan su golpiza, 
chaparrón recibe el candor
gris, gris
es la sonrisa del yerto.

Inmóvil es el temblor de la hojarasca,
con autarquía rutila el rey del día
y desvelados son los pájaros 
iridiscentes
que alzan en vuelo la parábola sublime.


TIC. PLAC. PLAAAC. PLOF.
DRIP. DROP. 
TIIIC... ¡PLLLLIKKK!

Así va el adagio grave de las kamikazes postreras.

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