lunes, 1 de noviembre de 2021

Bayeta

 Para ti, mi serendipia vital


Hay en sus dedos una poesía que no me alcanza, que no me toca, y en su mirada una solicitud genuina de ternura, un continuo y profundo reclamo de cariño. La miro, ahí recostada en la cama y envuelta por una sábana que transparenta su cuerpo desnudo, y ella me mira a mí, y me toca con su mano la mía y me sonríe. Y a mí me duele, me asqueo de mi cinismo, porque aunque quisiera siento que no puedo responder a su encanto, que no puedo sentir la vida como ella la siente, que no puedo sentirla a ella como ella a mí, que su poesía se me niega. Cuando vamos a besarnos y pone sus manos sobre mi mejilla en la antesala del encuentro, puedo sentir cómo esa poesía emana de ella de manera intensa, y sin embargo para mí esa poesía no deja de ser nunca inasible, es siempre sólo un simulacro en el que en las orillas de mis sentidos queda incoada su percepción: siempre la fragancia, nunca el perfume. Ella apoya sus manos con suavidad, pero presiona mi piel con suficiente fuerza para que yo pueda torturarme con la certeza de que en ella habita una magia que me es vedada, la siento vibrar en sus yemas al tocarme, latiendo, viva, y escucho su llamado, ese rumor lejano que es testimonio de su existencia, un canto casi seductor, casi cruel, casi inaguantable. No es por falta de voluntad que entre ella y yo permanece ese velo, ha sido todo lo contrario. Al comienzo, sí, debo admitirlo, la miraba con reservas, no me convencía de mi gusto por ella y sentía que ella veía en mí un hombre que no existía y que todos sus actos se dejaban guiar por una fantasía, por un remedo idealizado de quien yo realmente era. Pero muy prontamente su encanto y alegría me fueron envolviendo como el viento al mar, y en el tórrido frenesí de atracción en el que tan cómodamente nos hamacábamos fuimos capaces de fabricar para los dos un entendimiento que nos sirviera de puntal hacia adelante. Y a medida que nos permitíamos la desnudez y la espontánea eclosión de nuestras verdades abisales, pude darme cuenta de que, no sólo su alma nadaba en aguas de una pureza distinta a la mía, sino que además lo hacía con una pericia y gracia inimitables. Fue la primera vez que advertí con tal claridad que entre los dos había un espeso seto que nos negaría el amor, un tapial que me dejaría a mí de un lado y a ella de otro, yo sentado en el pie de una duna inconquistable y ella del otro lado recostada sobre una pradera bañada por aguas diáfanas. Qué mayor suplicio para un hombre que estar condenado a vivir en un desierto sabiendo que del oasis sólo lo separa un muro, tener que morir de sed mientras se escucha del otro lado el rápido discurrir de un riachuelo límpido, saber que ella me ama y busca la reciprocidad en mí y que no puedo dársela, no por falta de sed, no porque no anhele el agua en mi boca, sino porque no sé cómo escalar el muro.

No la amo. No puedo amarla, aunque lo deseo, profundamente lo deseo. Aunque de pronto, sólo de pronto la amo. A veces me río de ella, a veces con ella, y en ninguno de los dos caso me siento a gusto. Cuando ocurre lo primero me siento mal, miserable, cretino; cuando ocurre lo segundo me siento falso, oportunista, descarado. Pero su risa es tan bonita. Es una risa impúdica, absolutamente espontánea, libre de temores, limpia de afectaciones y falsedades. Quiero escalar el muro, beber de la fuente impoluta de su poesía, bañarme en ella, dejarme llevar por su corriente hasta su desembocadura. Quiero amarla. Quiero romper el muro, abrir un boquete por el cual pueda escabullirme, cavar un túnel que atraviese esta duna interminable, saciar mi sed e ir más allá de mi condena, embriagarme en la dulzura de su ternura sin preocuparme por la resaca de poder perderla, sin pensar en que tal vez al otro día me haga falta su poesía para respirar, que sin su cariño y su mirada hechizada pueda que no tenga ya ganas de mover un pie por delante del otro y caminar, ya sé que lo he intentado antes, que desde la primera vez que noté que, el garbo en sus gestos, la pulcritud de la belleza de su rostro, sus palabras y su voz, su sentido del humor anacrónico y en desuso, su manera de seducir, de querer, de admirar, de amar, estaban todos embadurnados por una poesía inmarcesible, como si se tratase de una brea untuosa y penetrante, supe que quería amarla. Y tal vez la amo, pero temo fallarle, herirla, empujarla por un precipicio en cuyo final ella me encontrará a mí ya muerto, porque habré caído más fuerte y rápido que ella por la culpa de hacerle daño, mísero yo, patético yo. Porque aún sin amarla, la caída para mí será el fin, mientras que para ella será un accidente que le fracturará hasta las orejas, pero de la que sé que podrá reponerse: las ventajas de ser un poema que está escrito por una fuerza fuera del tiempo, la misma que repuja los abismos y los taludes de los océanos y edifica con montañas cadenas que parecen pinceladas desde el espacio. Si pudiera amarla, antes de quedarme dormido, si pudiera amarla así dormida, arrebujada por las sábanas y arropada por mis piernas y mis brazos, si su poesía me alcanzase al menos en los sueños...

Se levantó muy temprano esta mañana y ha estado seria conmigo. Puede ser porque al despertar tenía mucha energía, me daba besos, me arrojaba miradas envueltas en amor, muy emocionada saltaba sobre sus rodillas en la cama, me movía ávidamente para que yo pudiera despertarme y sentir la vida como ella. Se dio cuenta, lo supo. Pudo ver que yo ya estaba despierto pero no sentía emoción, que no podía estar a la altura de su alegría por verme, que simplemente su poesía no me alcanzaba. Se molestó, se paró y se fue a bañar. Al rato salió, mientras yo aún permanecía en la cama e hizo desayuno sólo para ella. Yo fui a servirme algo de café y quise darle un beso en la mejilla como una señal de tregua, pero ella no dejó engañarse y me eludió. No me ha hablado en toda la mañana y siento como si su poesía se hubiese apagado, no puedo intuir su presencia, ya no, es como si ella se hubiese ido y me hubiera dejado sólo su cuerpo, ya ni siquiera la fragancia, solo el frasco del perfume.

Después de desayunar y bañarme, me siento en el sofá de la sala a leer un buen rato y ella se queda en el cuarto en silencio. Siento su distancia, su ausencia, como nunca me siento debajo de una pesada y prosaica sustancia que me asfixia. Todo a mi alrededor es prosaico, prieto, soso, mustio. Me sobrecoge una ansiedad intolerable, no puedo concentrarme en el libro porque su prosa se me presenta como una letanía estancada, un miasma asqueroso que hiede en toda la sala y la oscurece con su bruma tóxica. De un momento a otro, ella aparece por el corredor, aún sin mirarme, y entra en la cocina. Su indiferencia espesa la bruma, la densifica y cristaliza. Es insoportable, las horas son insufribles cuando son de este color amargo y pesado.

Luego de ir a la cocina por algo de agua, amaga con ir hacia el cuarto, se detiene y da atrás sus pasos, se adentra en la sala y se sienta en la banqueta, estira el cuello hacia ambos lados, extiende los brazos, pone las palmas hacia abajo, abre las manos y deja que lentamente la melodía la capture sobre el piano, toca con una cadencia sin falla, con una pericia que se permite errores con el único propósito de dejar que con las notas brote el sentimiento, sabiendo que en la imperfección está la humanidad, y en la humanidad la pasión, y que no hay pasión en las quintaescencias y arquetipos y manuales, y sí en el error, en la improvisación, en el destiempo, y mientras la melodía la convierte a ella en pianista, el aire de la sala condensa el efluvio cálido de poesía que produce su interpretación del Solfeggio en Do menor, pero yo no veo su rostro, sólo el movimiento agitado de sus brazos, su pelo largo, negro, lacio, meciéndose sobre su espalda erguida y desnuda, logro desde mi asiento distinguir el lunar a la derecha de su columna y los otros dos que iluminan con su tenue opacidad la cara exterior de su nalga izquierda, y entonces se calienta tanto la habitación con la aceleración de la pieza en el clímax que empieza a llover toda su poesía en la habitación, la sala se transforma de golpe en una fiesta donde toda la poesía que hay en sus dedos cae del techo como hileras de agua mansa, es un diluvio lírico bajo el cual avanzan las últimas notas lentas de Bach como los pasos cansinos de un elefante, y al ralentí ella desliza su último dedo fuera del piano, girando levemente sobre su cola, lo suficiente como para mirarme por encima del hombro, con sus cejas felinas, sonriéndome, seduciéndome al tiempo que reclama mi cariño, me solicita, me necesita a su lado, yo me acerco y tomo sus piernas, las abro, la toco en el centro de su ser, húmedo de poesía como la sala entera, la recuesto plenamente contra la banqueta, beso su boca, y la miro de cerca, tanto que la punta de nuestras narices se tocan, la beso de nuevo con lentitud, la agarro fuertemente por la cintura y la levanto para ponerla sobre mis piernas, y a esta altura estamos ya ambos emparamados por el aguacero poético que inunda la sala, cae tanta lluvia que casi no podemos vernos y aun así nos sonreímos, yo especialmente porque ahora mi cuerpo entero está tocado enteramente por la poesía que vive en ella y que se ha condesado sobre nosotros, me pongo sobre ella para que mi espalda nos sirva de resguardo y nuestras miradas puedan encontrarse a pesar de la lluvia, pero mi rostro está tan emparamado que no paro de gotear, así que tomo la bayeta que ella suele mantener encima del piano para limpiarlo, seco mi frente y mis pómulos, le sonrío de nuevo, esta vez con tanta alegría que mis ojos se solidarizan con mis labios, me quito el pantalón, aprieto con mis manos sus caderas y la beso allí donde la poesía no la alcanza.

martes, 1 de junio de 2021

Sutilezas

 El gato corre y salta solo cuando le tiran una buena bola a las patas. El problema es que solo él toma la decisión de lo que es o no una buena bola en las patas. Eso hace que el juego sea muy aburrido a ratos. 


No tan aburrido como el juego de la mota en el aire, decía Valentina. Pero para esa niña todo es aburrido, menos hablar de niños. El Niño que le gusta en cambio ama el juego de la mota. Ella no lo sabe, porque si lo supiera seguro que no le diría a Pedro que es aburrido por jugar con la mota. Pedro no le pone mucho cuidado de todos modos, él solo agarra la mota y se va al cuarto de al lado a jugar, frustrado por tener que compartir con su prima después del colegio. 


El colegio sí que es aburrido, piensa Pedro y no entiende cómo es que a Valentina le gusta ir. Claro, él no sabe que a ella le gusta un niño y que si no va al colegio no puede ir a clases con él y verlo jugar fútbol en los descansos. No tiene muchas amigas porque prefiere verlo jugar fútbol con sus amigos, se sube por el respaldo del pequeño montículo que sirve de gradería y apoyando ambos codos sobre la cima, con el mentón puesto en sus palmas, se queda viéndolo y pensando que juega mejor que Cristiano Ronaldo, aunque no sabe quién demonios es Cristiano Ronaldo.


Pedro sí que lo sabe, pero prefiere a Messi. Y él sí encuentra el colegio aburrido salvo por el descanso, porque a él no le gusta ninguna niña. Al menos este año no, el anterior estaba enamorado de una niña de trenzas y pecas que le decía negrito. Le decía cosas como  no me mires así negrito, no quiero hacer toda la fila, me compras unas galletas negrito, esta vez no te puedes sentar con nosotras negrito, de pronto mañana sí, si eres un buen negrito. Pero la cambiaron de colegio y para Pedro el colegio perdió gracia. A diferencia del juego de la mota, que sigue siendo divertido y sin duda lo mejor que le ha pasado desde la última vez que le dijeron negrito.


Valentina consiente al gato y ve un canal televisivo y piensa que si aprende a cocinar, podría cocinarle algo al niño que le gusta y así él le preguntaría que si le puede dar un besito. Ha escuchado a la abuela decirle a mamá que los hombres se conquistan por el estómago. El gato se aterra de pensar que Valentina quiera aprender a cocinar y se baja de su regazo y sale del cuarto. 


En el otro cuarto Pedro juega a la mota en el aire, pero cuando ve entrar al gato se detiene y va a agarrarlo a él. Lo alza con mucha brusquedad y el gato maúlla ahogadamente ante el susto. Pedro imagina que está escuchando un country hecho en Arkansas y empieza a bailarlo agarrando el gato por sus axilas delanteras. Al gato no le parece nada divertido lo que está haciendo Pedro y piensa que mejor se hubiera quedado en la sala solo, mordiendo y aruñando su pelota. 


En el corte comercial, Valentina se para y se va a la cocina. Quiere ver si puede cocinar algo, quiere ver si tiene talento. Tal vez pueda hacer las tostadas francesas que hace su mamá los domingos de desayuno. ¿Habrá huevos?


Pedro se sienta después de bailar y empieza a consentirle el entrecejo y la naricita al gato. El gato lo disfruta, se arrepiente de haber pensado en lo de la sala y reflexiona que en esta vida no hay goce sin sufrimiento. Pedro se queda mirando el lomo del gato, lo inspecciona y ve que tiene muchas manchas blancas. Un poco al revés de una niña de su clase que es muy blanca y tiene muchas manchas cafés y pequeñas en sus cachetes y su nariz. Ella siempre quiere jugar con él, pero él prefiere jugar a la lucha ranchera con sus amigos. Ella quisiera que él jugara con ella a la lleva o a la tierra olvidada, pero él sólo lo hizo un recreo y se aburrió tanto que llegó a odiar el recreo. Pedro tiene un problema serio con el aburrimiento. Por eso se va a buscar a Valentina. Va a intentar hacer las paces con su prima y decirle que jueguen al invasor extraterrestre. 


Al salir del cuarto, al gato algo le huele mal y sabe que no es su arenera porque se la limpiaron anoche y hoy no ha ido al baño. Pedro abre la puerta de la cocina y ve a Valentina envuelta en humo. Todo el humo empieza a salir por la puerta, dándole las gracias a Pedro por dejarlo salir. Pedro no entiende señales de humo, entonces no entiende que le dieron las gracias, pero sí le pregunta a Valentina qué ha pasado. Ella responde diciéndole que estaba intentando hacer tostadas francesas y que le parece que se equivocó en la receta. 


La abuela abre la puerta del apartamento y ve todo el humo en la sala y el comedor, deja caer la bolsa de mercado en el umbral, tira el bolso encima de la mesa del comedor y corre hacia la cocina. Valentina le da la misma explicación a la abuela. Pedro sólo se ríe desde el umbral.


El gato le pasa por entre las piernas a la abuela, pero ella no se da cuenta porque está regañando a Valentina. A Pedro también lo regaña por no haber hecho nada y sólo reírse ahora. Valentina sale brava y casi llorando de la cocina luego de querer justificarse. Pedro la mira mal a la salida y ambos se sacan al tiempo las lenguas. La abuela se queda renegando con la cabeza. Abre las ventanas para que el humo entero pueda salir de la cocina. En ese momento suena la tostadora indicando que el pan carbonizado ya está. El gato se compadece de la abuela y se lamenta, mientras se limpia con la lengua las patas de adelante.


Pedro va a buscar a Valentina en el cuarto de estudio. Valentina llora en una esquina, recostada en la biblioteca y dibujando con sus dedos garabatos tristes sobre el suelo. Pedro se le acerca, se acuclilla y la abraza y le pide perdón por reírse, ella lo empuja al comienzo, pero luego de que Pedro le consiente un poco la cabeza ella misma es la que lo abraza. Al separarse, Pedro le pone un dedo sobre la nariz y le sonríe y le dice que jueguen al invasor extraterrestre y ella sonríe un poco, lo suficiente como para que Pedro sepa que el juego está a punto de comenzar, Pedro se para con un pequeño brinco, le tiende la mano a Valentina y la ayuda a parar, corren juntos al sofá del cuarto, le quitan las fundas a los cojines y las usan para hacerse una suerte de turbantes que pretenden ser cascos espaciales. El juego ha comenzado.

Poetisa floral

Procurar ser lírica en la prosa no es tarea fácil. Ser lírica nunca es fácil. Una mira el cielo nocturno desde la ventanilla de un avión y le vibran la piernas, siente un temblor foráneo en las venas, y quiere expresarlo, dejar que las palabras lancen destellos entre lo nebuloso del pensamiento, como los relámpagos por los que se sobrevuela míticamente, mientras se contemplan a través de la lluvia crispada las estrellas recortadas contra la roca antigua de la noche. ¿Dónde está la poesía dentro de mí? Ansío que aparezca la Ninfa y me seduzca, me vaya tentando desde la planta de los pies hasta la corona de la cabeza, con una caricia sedosa y profunda, desatando tal embeleso en mí que me sea inevitable lanzarme al vacío de la creación. No deseo tocar acá lo divino. Suficientemente etéreo es ya el saber que se vuela por encima de las nubes y que por debajo de la panza del avión salen como pistilos de una flor relámpagos tenaces, tan ávidos de caer como yo. Algunos dirían que la poesía no está en el pensar sino en la posesión. Y yo, sólo contemplo y elucubro nimiedades como una tejedora de antaño, como el tiempo que hila las horas y las vidas en un mismo tejido universal. Viejos hábitos de prosista. Ese tal vez sea mi error. De pronto debo entregarme al ardor que siento en la entrañas, no temer, lanzarme y abrir los brazos de par en par y creer en que se volará antes de estrellarse, deseando con la religiosidad de un verdadero creyente que no se corra con la suerte de Ícaro. Una está llena de impresiones, de imágenes que la conmovieron otrora, y tiene siempre la ilusión de que algún día se dé el aterrizaje sublime y empiecen todas a cristalizarse una tras otra en una melodía embriagante e inescapable, en una épica húmeda de eufonías y retazos vibrantes que todo lo toque y todo lo diga. Por eso trato de hilvanar sensaciones pensando lo menos posible, asechando la nuez que no se rompe, es ese el alto desafío que me agobia, sin ánimo de ponerme griega o acudir a un vocabulario que fácilmente haría lírico lo simplón, la amarga impresión de trozos de la noche sobre la ebúrnea fugacidad de las palabras, es toda frase un fuego fatuo que arde y se levanta del cuerpo yerto de mi prosa, dejo que un jazz lejano melódicamente relampaguee en mi anhelo poético, abro los brazos de nuevo y aspiro a que un hálito tibio haga de ellos plumíferos instrumentos de amor, que la música del ensueño siga acercándome al sol enorme de la poética elusiva, volar tan cerca como sea posible, transgredir mi forma habitual de escribir y abandonar toda seguridad y toda precisión, entregarse al caudal de las palabras y navegar por el delta marrón en el que la majestuosidad de la poesía pretende endulzar la salada vastedad de este mar prosaico y frío, en el que ni los pingüinos tiernos que consuelan las musas abandonadas por el océano de escritores infames se atreverían jamás a nadar, como lo hace por el cielo este avión trémulo y osado en cuya metálica armazón ninguna flor logra exhibir brillante su fragancia sempiterna e inefable, son entonces mis dedos el barco que rompe el agua hacia dentro cuando allende la costa está la joya primigenia, el escondite audaz de los suspiros, la arena debajo del remate de las columnas aún erguidas en la fachada del mundo, la embocadura y la desembocadura  fulgurante donde el fénix empolla en secreto sus huevos sin muerte y sin tiempo.