Anochecía; parpadeaban las primeras estrellas mientras yo continuaba allí sentado, esperando que ocurriera lo que por tanto tiempo había deseado, cuando de pronto se levantó una brisa agradable y fresca, y con ella una pluma que terminó acariciando mi ventana y que de a poco fue tomando su destino, agitándose trémulamente en ese aire tibio que inundaba la ciudad bajo el manto negro de la noche, sofocando a los amantes extenuados tras el éxtasis y confortando a los vagabundos y viandantes que parecían disfrutar de las calles llenas de ruido y polvo.
Y sin embargo yo seguía ahí sentado en mi recamara, ajeno a toda esa hilatura de circunstancias y personas que configuraban la esencia de la urbe, de la ciudad cosmopolita que se traga de una sola zampada a los soñadores novatos, a los artistas noveles, a los trabajadores en busca del éxito escurridizo, a esas personas que nunca han visto un edificio de más de tres pisos y que admiran aterrados esas agujas de cemento que parecen querer desinflar las nubes y desgarrar el cielo con su punta cimera, cuando para mí no son más que productos de la vanidad humana, esa vanidad que hoy me tiene aquí encerrado como en una especie de autoexilio, en un retiro provocado por una culpa que pesa más que todas las armas del mundo reunidas, si es que eso es remotamente posible, si es que es posible ese armisticio necesario para que la metáfora sea un hecho y no una frase onírica destinada a servir de herramienta retórica en esta triste elegía que no me ha salido como me hubiese gustado, si es que algún día vamos a dejar de patinar sobre este suelo cubierto por la sangre hirviendo de los muertos en las guerras, si es que llegará alguna vez la hora en que nos dejemos de joder y aceptemos por fin la imposibilidad de retornar al paraíso perdido, a ese paraíso que quise solo para mí y que nunca pude alcanzar, que no pude ni siquiera vislumbrar y que de paso vedé a mis congéneres, especialmente a ella, a esa mujer que probablemente no va vivir sino en mi recuerdo, en los rescoldos de este amor que todavía siento intensamente aunque el tiempo vaya extinguiéndolo con su vórtice frío.