Fumaba opio con una larga pipa de madera brillante, sentado en una silla metálica de espaldar endeble, con la mirada fija en una mesa negra donde estaban las cervezas, y envuelto en una maraña urdida por una oscuridad asfixiante. El humo salía por su boca al mismo tiempo que llevaba a su labio inferior el reborde de la abertura de la botella de cerveza, para beber un sorbo que se mezclaba pesadamente con el sabor selvático y casi rocoso de un humo lechoso y viscoso. El narcótico se introducía paulatinamente en su torrente sanguíneo mientras su cerebro comenzaba a actuar de manera distinta, como en cámara lenta, y las cosas se le presentaban extrañas, y le era imposible emitir o comprender sonido alguno.
El sujeto frente a él inhalaba el humo de un porro de marihuana y lo exhalaba en forma de círculos perfectamente torneados, pero estos se deshacían rápidamente y tomaban formas diversas. Ambos se entretenían tratando inútilmente de controlar con la mente los movimientos indomables del humo, que solo daba vueltas hasta llegar al techo. La danza de sus partículas coloides solo era perceptible para los hombres cuando se interponían entre la luz y sus rostros. Por momentos dejaban de verlo porque se perdía en el espacio, a medida que iba elevándose, siempre con el deseo innato de llegar al cielo para mezclarse con las nubes.
En un punto cercano a la lámpara sobre ellos, los humos que ambos botaban por la boca se aglutinaban, formando uno solo. Las mesas se volvían blancas, tersas y suaves, y cuarenta dedos torpes y trémulos comenzaban a acariciarlas suavemente. Las mentes de los dos hombres que fumaban sin parar parecían adherirse al humo y elevarse con éste, perdiéndose en el espacio y moviéndose helicoidalmente, merodeando, buscando un resquicio por donde escapar del encierro. Una vez lo encontraba, sus partículas se iban agolpando rápidamente hacia afuera, como si el pequeño túnel en el rincón del café fuese un embudo, y la parte ancha fuese la entrada y la parte angosta la salida. Y a medida que iba saliendo seguía mezclándose con otros humos de la ciudad, con el humo de los carros, de las fábricas, de las fogatas, y de los cigarrillos cargados de nicotina, formando así una especie de cardumen en el que se acompañaban mutuamente para no nadar solos hasta las nubes.
El humo llegaba finalmente, después de un largo trayecto y de mezclarse con un sinfín de humos ajenos, a lo más alto de la troposfera. Allí los humos comenzaban a actuar como carceleros. Dejaban entrar los rayos solares pero cuando estos iban a salir de nuevo, luego de rebotar en la superficie terrestre, no los dejaban, como si los rayos fuesen reos y la tierra una cárcel.
Y mientras los dos sujetos que fumaban opio y marihuana en el rincón de aquel café oscuro sentían como sus cerebros despertaban gradualmente del estupor en el que estaban sumidos, los dos humos lívidos que ambos habían arrojado por sus bocas, intentaban, sin tregua, introducirse en el interior de los nubarrones tristes y grises que cubrían el cielo y que estaban a punto de precipitarse hacia al suelo. Lo intentaban con tanta avidez que conseguían su cometido y podían satisfacer, al fin, su deseo innato de llegar al cielo para mezclarse con las nubes.