"No, el éxito no se lo deseo a nadie. Le sucede a uno lo que a los alpinistas, que se matan por llegar a la cumbre y cuando llegan, ¿qué hacen? bajar, o tratar de bajar discretamente, con la mayor dignidad posible."
Gabriel García Marquez
Una vez que hubo
entendido lo que significaba estar del otro lado de la cama, Samuel tuvo que
reconocer la derrota definitiva del amor. Desde pequeño, en realidad desde que
tenía memoria, había dormido siempre mirando hacia la derecha y ahora ocurría que
el matrimonio le imponía lo contrario y él no tenía forma de defenderse de la
fuerza avasalladora de su esposa. Ana le había parecido aquella noche, en la
librería que él frecuentaba desde que había conocido a los dueños mientras se hacían publicidad muy humildemente en una carpa escuálida en el Parque
Nacional, una mujer muy distinta a la que había resultado ser: sin ninguna dificultad
para imponer su voluntad con su mirada irremediable. Jamás habría podido imaginar
que algún día habría de dominarlo de tal modo y con tal ímpetu esa hermosa
adolescente de 24 años, con su boina gris escurrida deliberadamente hacia la
izquierda, sus zapaticos negros lustrados a la perfección, sus gafas gruesas
que ocultaban medianamente sus refulgentes ojos zarcos, la blusa negra rayada
horizontalmente por anchas franjas blancas y la hebilla áurea del cinturón
que sujetaba su falda cubierta intermitentemente por una bufanda mal colgada meciéndose al vaivén de su brazo derecho, que revolvía cada anaquel del lugar
en busca de cualquier libro de Gertrude Stein o Simone Beauvoir.
Por aquel
entonces, Samuel estaba convencido de que el mundo habría de pertenecerle algún
día; hacía un año se había graduado con honores de Economía de la mejor
universidad del país y ya estaba trabajando en una de las empresas más
importantes del sector bancario, ganándose un buen sueldo y rodeado cada noche
de viernes por mujeres deliciosas que conquistaba en algún bar de la 85 o la 93
y que embarcaba frívolamente en taxis antes de siquiera venirse. Todo iba bien.
El único inconveniente era que su vida entera iba en una dirección contraria al
derrotero que alguna vez creyó él que esta tomaría. Desde que había sido
ganador de un concurso literario de medio pelo que a nadie le importaba más que
a él y a su familia y gracias también al reconocimiento efímero de cierto círculo
de gente que no sabía más de literatura que lo que cualquier bachiller de
Suecia o Noruega tendría que saber para graduarse, le había parecido tener la
certidumbre de que tenía todo el potencial para ser un enorme escritor. Sin
embargo, las dificultades económicas de su familia y la escasa oferta de
carreras literarias por parte de las universidades, lo empujaron en más de un
sentido a aceptar una beca para estudiar Economía. Y no es que no le gustara la
carrera que ejercía, es sólo que no lo llenaba. Como no lo llenaba tampoco la
satisfacción automática de sus deseos mundanos por el simple hecho de tener un
buen puesto. Mierda… y lo peor es que todo el mundo esperaba demasiado de él. Su
madre, su padre, sus amigos, sus compañeros y los directivos de la universidad
lo habían ensalzado grandiosamente durante tanto tiempo que había perdido ya
del todo la humildad. Lo habían convencido de que era muy inteligente,
talentoso. Nosotros lo veíamos siempre como alguien brillante, en la
universidad nos ayudaba bastante a la hora de hacer ejercicios y trabajos,
todos esperábamos como costumbre que la nota más alta fuese la de él, debo
confesar que un día sentí atracción por él pero luego me di cuenta de que no
era por él sino por uno de sus amigos, es que por ese entonces yo tenía una
miopía no diagnosticada, a mí me pareció un muchacho proactivo desde el día
mismo en que lo entrevisté, era un estudiante preocupado por el desarrollo y
crecimiento de la facultad, nos pareció que encapsulaba a la perfección el espíritu
y los valores verdaderos de nuestra universidad, por eso le dimos la beca
cuando se presentó. Samuel también se creía una persona muy inteligente y sus
mal fundadas ínfulas de escritor no contribuían en nada a aterrizarlo. Para él,
era cuestión de tiempo para que le entregaran el Nobel de Literatura, el de
Economía, el de la Paz, un Oscar, dos Balones de Oro, jueputa, hasta un Grammy
creía él secretamente que merecía por sus cantos inauditos en la ducha. Ensordecido por el ruido de su propio ego, Samuel ya no sabía ni qué era
ni qué buscaba. Estaba por completo desorientado, como si el mismo Mike Tyson
le hubiese asestado un uppercut en la
mandíbula. Los sábados, a eso de las seis de la tarde, Samuel se sentaba muy
románticamente en el escritorio de su pretencioso apartamento de soltero, con
una botella de vino al lado y una caja de cigarrillos sin filtro, y comenzaba a redactar muy envalentonado en su máquina de escribir cuentos que de algún modo
él sabía eran fusilamientos de García Marquez, Dostoyevski, Borges o Cortázar. Y lo que escribía no podía dejar de parecerse a lo que más había leído sencillamente porque su talento como escritor se reducía a su inteligencia. No era
que escribiera bien sino que tenía la capacidad de adaptar los temas y los estilos
de los maestros a lo que él sentía que podría tener éxito. Pero se mentía
tristemente. Para él todo lo que escribía era oro puro y mientras ponía algún
jazz de Armstrong, Davis o Brubeck, releía ávido sus escritos y sentía crecer
con cada frase terminada la llama fatua de su amor propio. Lo mejor, si
pensamos en lo valiosa que es la miseria humana para efectos cómicos, es que
todos los lunes le llevaba sagradamente a uno de sus amigos del colegio, que era ahora un poeta reconocido, folios con lo que él había escrito. El hombre le
mentía por antigua estima y cortesía, pues no sabía cómo hacerle saber a
Samuel que todo lo que escribía era basura pura. A mí nunca me pareció un buen
escritor, cuando estábamos en el colegio éramos amigos y yo todavía no sabía lo
suficiente como para darme cuenta de la pésima calidad de lo que él escribía, y
luego tuvimos juntos escarceos ridículos en el arte del guión cinematográfico
¡hasta hablábamos de algún día filmar una trilogía alrededor de Bogotá!
Es increíble
como el amor cambia a la gente. Por un lado, al amigo poeta de Samuel y por
otro, a Samuel mismo. Durante un buen tiempo el poeta había buscado la forma
de terminar con la moribunda pero esforzadamente prolongada amistad con Samuel
y no había logrado acopiar el coraje suficiente para confrontarlo. Pero conoció
a otra poeta. En algún simposio sobre la
semejanza entre el hombre capitalista y los french poodle, al que lo invitaron a participar y al que se había rehusado
a asistir por lo que él llamaba el “respeto a la libre expresión corporal”, la
poeta había tenido que ocupar su lugar. Disfrazado de estudiante de filosofía o
alguna ciencia social sin importancia y sentado entre el público como
cualquier otro inconforme de izquierda, el poeta escuchó subrepticiamente todo
el simposio y quedó deslumbrado por la lucidez de la poeta. Y una vez la tuvo
frente a frente, más que la lucidez lo cautivó la redondez de sus tetas. Una
cosa llevó a la otra y antes de que pudieran ser conscientes de lo que ocurría, ambos estaban follando en el baño del claustro mientras se recitaban entre
gemidos versos de Tristan Tzara y Mario Benedetti. Amor a primera vista, sin
duda. Si alguno de los dos hubiese siquiera mencionado El reloj de Baudelaire, estoy seguro que nos hubiésemos casado ese
mismo día. En menos de una semana estábamos viviendo juntos y fue entonces cuando conocí a Samuel. Le cayó pesadísimo, especialmente porque en algún
momento había querido justificar la influencia de León de Greiff en la poesía
de Gonzalo Arango.
Y fue gracias a la influencia de su flamante novia que el poeta se convenció de decirle por fin a Samuel que lo que escribía era pésimo. Para Samuel fue durísima aquella conversación, no sólo porque comprendió que hacía ya mucho tiempo que el poeta había dejado de disfrutar la amistad, sino también porque entendió que su oportunidad de ser escritor era ahora lo mismo que para un náufrago un barco que se aleja en lontananza. Dos días fingió Samuel estar enfermo para no ir al trabajo, cuando en realidad estuvo todo el tiempo perdido hondamente en la selva confusa del alcohol y las tres prostitutas de culos grandes que tenían sexo a ratos con él y a ratos sin él. La orgía se detuvo cuando Cindy escuchó a Johana decirle a Jessica que se había dado cuenta de que el idiota ya no tenía más efectivo. Con una resaca terrible, Samuel fue al otro día al trabajo y vomitó sin que nadie lo supiera en una de las negras canecas oblongas adosadas al pasillo de la entrada. Natalia, una de sus compañeras de trabajo, sí intuyó lo ocurrido tan pronto se bajó del ascensor, pero nunca se atrevió a mirar al interior de la caneca y se llevó esa sospecha a la tumba. Un poco más allá de la hora del almuerzo, Samuel se tomó dos comprimidos efervescentes y se sintió mucho mejor. Tanto así, que manejando por la noche hacia su casa pudo soportar, quizás por primera vez en su vida, una emisión entera de La hora del regreso.
Y fue gracias a la influencia de su flamante novia que el poeta se convenció de decirle por fin a Samuel que lo que escribía era pésimo. Para Samuel fue durísima aquella conversación, no sólo porque comprendió que hacía ya mucho tiempo que el poeta había dejado de disfrutar la amistad, sino también porque entendió que su oportunidad de ser escritor era ahora lo mismo que para un náufrago un barco que se aleja en lontananza. Dos días fingió Samuel estar enfermo para no ir al trabajo, cuando en realidad estuvo todo el tiempo perdido hondamente en la selva confusa del alcohol y las tres prostitutas de culos grandes que tenían sexo a ratos con él y a ratos sin él. La orgía se detuvo cuando Cindy escuchó a Johana decirle a Jessica que se había dado cuenta de que el idiota ya no tenía más efectivo. Con una resaca terrible, Samuel fue al otro día al trabajo y vomitó sin que nadie lo supiera en una de las negras canecas oblongas adosadas al pasillo de la entrada. Natalia, una de sus compañeras de trabajo, sí intuyó lo ocurrido tan pronto se bajó del ascensor, pero nunca se atrevió a mirar al interior de la caneca y se llevó esa sospecha a la tumba. Un poco más allá de la hora del almuerzo, Samuel se tomó dos comprimidos efervescentes y se sintió mucho mejor. Tanto así, que manejando por la noche hacia su casa pudo soportar, quizás por primera vez en su vida, una emisión entera de La hora del regreso.
Detenido en uno
de los semáforos de una de las posibles rutas que lo conducían del trabajo a su
casa, Samuel se conmovió al escuchar que se cumplían 40 años de la muerte de
Louis Armstrong. Nostálgico, porque desde muy pequeño había adorado la música
de ese negro de labios gruesos y brazos fuertes, quiso comprar alguno de sus
discos. Pocas veces la gente reconoce la importancia del azar en nuestras vidas
y confieso que yo tampoco la comprendía del todo hasta esa noche. Allí estaba
yo, dirigiéndome en una lluviosa noche de jueves a la librería de siempre y
todo porque había escuchado hablar de Armstrong en un programa radial que nunca sintonizaba. La cabeza todavía me dolía, sobre todo en la parte de atrás, y la
sed erosionaba mi garganta acremente. Cuando crucé el umbral de la librería y
así parezca que lo digo como recurso literario, sentí realmente que algo para
mí habría de cambiar decisivamente. Saludé como de costumbre a Carmenza, la
esposa del dueño, que era quien realmente atendía el lugar y quien se había
ganado el corazón de los clientes asiduos como yo, a punta de descuentos no
autorizados y chocolates de cortesía. Estuve un rato hablando con ella y luego
comencé mi búsqueda. Todos los discos de Armstrong que habían en el sitio ya los tenía yo
en mi casa y eso me molestó inexplicablemente. Supongo ahora que de alguna
manera me daba cuenta que la situación era una alegoría de mi vida: tenía ya todas
las comodidades que había deseado para mí y sin embargo no me sentía
satisfecho. El caso es que me iba a ir, descontento como estaba por mi fracaso,
pero antes incluso de que alcanzara la puerta Carmenza me increpó tiernamente porque no había
comprado nada. Aunque no tenía por qué hacerlo, sentí una cierta obligación
inercial de comprar algo. Pensé que lo mejor era buscar un libro que no tuviese
nada que ver con literatura, mi más reciente desilusión, y entonces me puse a
ojear los libros de historia. Uno de los libros que estaban junto al que tenía
en mis manos se cayó inexplicablemente sobre mi pie. Mi primera reacción fue
tratar de barruntar quién, cuyo nombre empezaba por L, había sido la persona que me había pensado, pero rápidamente
me percaté de que el estante todo estaba vibrando y que los libros temblaban en
sus puestos y conjeturé que seguramente yo había acomodado mal el libro y que
la constante vibración lo había hecho caer.
Samuel se
dirigió al pasillo de al lado para ver quién había causado que el libro cayera
sobre su pie y vio por primera vez a Ana. Su vestimenta parecía sin dudarlo un
recorte de algún artículo de los años sesenta sobre el movimiento beatnik. Impaciente, Ana tomaba los libros cual autómata y tras
ojearlos unos segundos volvía a ponerlos en el hueco al que pertenecían. Parado
al final del pasillo, Samuel veía juguetear desenfadadamente con los libros a la
mujer que habría de influenciarlo mucho más que la poeta al poeta, quienes
terminaron a los dos meses y sólo volvieron a hablarse cuando nació a los siete
meses su primer hijo. A Carmenza, que había escuchado a Samuel mencionar a
Armstrong cuando había amagado irse, también le habían dado ganas de oír un poco de ese jazz lleno de magia y murria. Movido por algo que jamás lo había movido antes, Samuel se acercó a
Ana y le preguntó qué buscaba. Por primera vez le vi los ojos, esos ojos azules
que la gente no podía pasar nunca por alto cuando hablaba con ella. Comenzó a
sonar Stardust y Samuel sintió que
todo se confabulaba a su favor, que así como lo soñaba Anny en La Náusea la
situación tenía potencial para convertirse en un momento perfecto. Y tal cual
era en el libro, todo dependía de mis decisiones, de cómo condujera el asunto.
Lo que le dije no es tan importante como lo que no le dije. Nervioso como
estaba, Samuel le preguntó a Ana si había ido antes a esa librería y ella le
dijo que no, que era la primera vez que venía. ¿Y tú… vienes aquí seguido? Es casi mi segundo hogar. Yo no vivo por
acá, pero estaba visitando a una amiga. De hecho, estábamos terminando un trabajo. ¿Un trabajo? Sí, es una reseña conjunta sobre Rayuela. Samuel se
mostraba incrédulo, después de todo era su libro favorito. Tan pronto ella
había dicho Rayuela, Armstrong comenzaba a cantar la letra. Ambos se quedaron
en silencio, mirándose hasta cuando el negro había dejado ya de cantar y sólo
se escuchaba la trompeta endiablada del sureño cerrando la canción con
maestría. Lo que pasó ese día una vez acabada la canción es irrelevante. Al
otro día volvimos a vernos y al mes había renunciado yo a mi trabajo. ¿Por qué
dejar de escribir solamente porque no soy bueno? Al fin y al cabo, yo no escribía para ganar un
Nobel ni el reconocimiento multitudinario de los críticos, como en un principio lo creí. Escribía porque era
lo único que me daba placer. Y Ana me hizo darme cuenta de eso cuando me hizo
volver a sentir un placer genuino por mi existencia. Después de un año de salir juntos,
Samuel le pidió matrimonio en la misma librería y en el mismo pasillo en que se
conocieron, mientras sonaba de nuevo Stardust en el fondo.
Aún hoy en día la bailan con esmero cuando celebran su aniversario. Creo que nunca fui más
consciente de lo que significaba amar a alguien hasta que tuve que
acostumbrarme a dormir hacia el otro lado de la cama, es decir, ni siquiera
sabía lo importante que era para mí dormir mirando hacia el lado derecho y de
todos modos cuando ella me lo pidió con la dulzura de siempre yo no pude
resistirme. Los dolores de cuello que sobrevinieron tras esa decisión no
unánime fueron terribles, pero cada vez que me quedaba viéndola o que podía jugar con sus bucles cobrizos apenas si me percataba de que los tenía.
Samuel siempre
imaginó que cuando el amor lo alcanzase él tendría la fuerza lógica y la
firmeza mental para no dejarse dominar por el sentimiento. Pensó ingenuamente
que nunca se casaría ni tendría hijos. Que el amor no iba a envolverlo, a
adormecerlo, a idiotizarlo. Pero fue un idiota más mientras conquistaba a Ana,
hacía cosas en el fragor del momento de las que luego se acordaba y
reflexionaba y se reía porque se daba cuenta de que también él, el estudiante
brillante, el escritor promisorio, el trabajador destacado, había caído en la
trampa. Creo que lo que me atrajo inexorablemente a Ana en ese momento fue que en ella vi algo que había olvidado de mí mismo y era el amor por los libros. En
cierto nivel sentí que ella era un yo mucho más puro, mucho más decantado, sin
los adornos del éxito ni el antifaz del dinero. Ana me humanizó como nada nunca lo había hecho;
me hizo vulnerable, me redujo a la condición de hombre común, de ser humano
igual a los demás. Igual de ignorante, igual de impotente, igual de sometido a
las veleidades del hado. Esa noche Samuel no sólo sintió que se reencontraba
con su verdadero yo, sino que de alguna manera sintió al mirar a Ana, que
entraba en otra cosa, que traspasaba algún tipo de frontera intangible.
Algo parecido le
pasó a Ana con Samuel. El día en que se conocieron, Ana estaba al otro lado de
la ciudad y por una concatenación improbable de circunstancias terminó a dos
cuadras de la librería. Narrar la historia de Ana no tiene mucho sentido ahora
porque lo que vivió Ana antes de conocer a Samuel también tiene los altibajos y
las tragedias propias de toda vida humana. Sus relaciones anteriores fueron
unas buenas y otras pésimas. A ella también le rompieron el corazón, también
sintió en algún momento que estaba perdida, que algún boxeador sin nombre le
había dado un golpe certero en el oído. Sintió también, en medio de las elucubraciones pueriles de casi todo ser humano, que iba a dominar el mundo. Tuvo que renunciar a muchas cosas para
obtener otras y muchas veces no las obtuvo y vio terminar como todos largas amistades que creyó que durarían para siempre.
Algunas veces ganó y otras perdió. Fracasó y se rindió, como cualquiera cuando
ha sido cobarde.
Antes de conocerse en la librería de Carmenza
y Antonio ni Samuel ni Ana creían en el azar o en el destino, para ellos cada
quien forjaba su propio camino, cada quien escribía su propia historia. Después
de todo, ambos tenían almas de escritores.