jueves, 28 de octubre de 2010

Un miercoles por la noche


Un miércoles por la noche se varó un taxi frente a mi apartamento. Ya casi era jueves y aun no conseguía dormirme. Escuché, en medio de mi insomnio, como el taxista cerraba la puerta enfurecido y abría el capó para tratar de averiguar el problema, y entonces, invadido por una enorme curiosidad me asomé a la ventana. Se notaba a leguas que el hombre no sabía nada de mecánica porque al poco tiempo de que volviera a sentarse en la silla del coche otro taxista se parqueó delante de él, abrió la cajuela y sacó dos cables muy gruesos, uno azul y otro rojo, y luego de abrir su capó utilizó las tenazas de cobre que estaban colocadas en los extremos de cada cable para conectar su batería con la del carro de su amigo, y encendió su taxi para que la transmisión de energía comenzara.

Todo iba bien hasta ese momento y yo ya había vuelto a mi cama con la firme intención de hallar el sueño, sin importarme si debía rastrearlo a través de campos llenos de ovejas o dentro de nubes de colores con sabor a frambuesa, cuando al poco tiempo de haberme arrebujado con mis cobijas de osos sonrientes, pude escuchar el motor de un taxi que se alejaba, y sonreí porque realmente me alegraba que aquel inexperto taxista hubiera solucionado el inconveniente, pero su mala suerte estaba dispuesta a salpicarme un poco de inconformidad, pues un pitido agudo y estruendoso me hizo perder la cuenta de mis ovejas.

De nuevo me asomé a la ventana y vi que la alarma del taxi se había estropeado debido al fallo inesperado de la batería. ¡Qué diablos!–pensé–¿por qué tenía ese taxista que vararse precisamente frente a mi ventana?. Traté de mantener la calma y de soportar el recalcitrante sonar de una ruidosa bocina que acompañaba al molesto pitido, pero el estrepito era sencillamente intolerable. Así que acerque a la ventana la silla de mi escritorio y tomé una caja de cartón que escondía bajo mi  cama y le sacudí el polvo; al abrirla lo vi, ahí estaba, reluciente como siempre, el rifle con que solía cazar roedores obesos en el páramo y matar golondrinos en el valle. Lo agarré ávidamente, corrí las cortinas para mejorar mi anglo de tiro y abrí la ventana, apoyé el cañón del rifle sobre el borde de la misma y le dispare a la caja de la alarma que sobresalía, roja y diminuta, entre las piezas negras y grasientas del carro, y acallé finalmente el ruido que tanto me inquietaba, y el taxista empezó a mirar para todos lados, buscando a quien le había quitado semejante problema de encima, pero cuando me vio comenzó a señalarme con espanto  y a gritar enérgicamente: ¡Auxilio! ¡Auxilio!. Yo no estaba dispuesto a pasar más tiempo despierto solo porque a ese taxista se le había varado el carro por haber dejado prendidas las luces largo rato mientras tomaba café con almojábana en una panadería del barrio. 

No lo pensé dos veces, halé del gatillo y le di un buen disparo en el centro de la cabeza, disparo que le perforó el cráneo y le desactivó el cerebro en un segundo. Una vez recobrado el silencio habitual cerré la ventana por temor a atrapar un resfrío, corrí las cortinas hacia el otro lado, guardé el rifle en la caja y la puse otra vez bajo mi cama, me arrebujé con mis cobijas de osos sonrientes y terminé de contar en silencio mis ovejas.